El Toro de Barro

El Toro de Barro

sábado, 27 de julio de 2013

«Un hombre mira a su hijo», de Nathán Yonathán

Un hombre mira a su hijo


 Traducción de Ariel Schiller





Un hombre mira a su hijo
y ve en sus ojos lo que fue,
lo que es, lo que será
cuando él mismo deje ya de ver,
y cómo se apagó toda esta visión
como sacudida por un trueno,
y quién podrá medir su tristeza,
si él es como raíz del árbol,
o es como su copa,
y  la memoria lo despertará algún día
en el corazón del bosque
que alguna vez cruzaron él y su muchacho
por entre los frondosos pinos,
o aquel olvidado costado de los campos
donde ellos estuvieron los últimos
ya cuando se agrupaban los rebaños
y se ponía el sol sobre la tierra
con sus postreros rayos.
Ahora no hay quien grite ni responda,
silencioso retorna la parcela de aquel campo
a su tristeza.
Sólo marchan padre e hijo, juntos.
Y no hay ni fuego ni leños,
ni cuchillo ni carnero, ni cuerno de batallas,
sólo aquel amor inigualable
que discurre sobre el polvo… 


De su libro
Apostar al tiempo
(Antología)
Visor, 2008.



"Baladas del desierto"

"Al final del camino"

"La orilla"

Adónde

 

 Grandes Obras de 
El Toro de Barro

Shamer Khair, en Carlos Morales COEXISTENCIA, Antología de la poesía israelí -árabe y hebrea- contemporánea.
2ª Edición. PVP 10 euros 
edicioneseltorodebarro@yahoo.es

En todo lugar
hay un precipicio para los valientes
y una sombra para los exhaustos
y un manantial volcando su frialdad.
En todo amanecer
hay rocío para los temblorosos
y luz para los amantes
y frías piedras y salvajes pastos.
En todo anochecer
hay sosiego para los tempestuosos
y liviandad para los solitarios
y una roca para los que yacen al final del camino.
Otros poemas de







"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci


 

 








 

 

2 comentarios:

Carlos Morales dijo...

Lior: así se llamaba el hijo de Nathán Yonathán, el muchacho que un día le trajeron envuelto en una bandera azul y blanca de la Guerra del Líbano. Perder un hijo debe de ser el drama más terrible para un hombre, y sacar conclusiones positivas sobre esa muerte me parece cosa de milagro. Yo conozco a dos mujeres -María Fernández Cuello y la poeta Cristina Penalva- que han pasado un trago semejante y lo han convertido en una escalera al cielo, a lo mejor de sí mismas. La historia de Lyor es una historia para grabar en la piedra. Nathán la contó desde el estrado del teatro de la villa israelí de Meghar, y con ella evitó que los poetas árabes cumplieran su amenaza de abandonar el congreso de escritores pacifistas de Israel. En una de las tardes en que fue al cementerio a visitar a su hijo, se encontró a un anciano árabe que hacia la propio ante la de su vástago, que también había muerto en la misma batalla en que lo había hecho Lyor, aunque en el bando apuesto. Cuando los dos se contaron su historia, se abrazaron el uno el otro como el fuego a su aire. Y lloraron. Tuvieron el valor para abrazarse, y conjurar las fauces de su corazón, golpeado una y otra vez por los mitos que hacen del hombre un lobo para el hombre. Yo escuché esas palabras. Asombrado. Y todavía hoy, quince años después de haberlo hecho, me asalta la sensación sobrecogedora y paralizante que ofrece el haber conocido a un Hijo del valor. A un Hombre entero.....

Mery Sananes dijo...

Carlos: el poema –como sueles decir- una verdadera joya, de esas que se guardan en la respiración. Porque esa mirada sobre el hijo es una pertenencia que todos llevamos dentro. Talismán, piedra de cuarzo o un jazmín esculpido en el ojal de los días. Ese tremor que nunca se aparta, que uno quisiera convertir en un escudo, para asegurar que esa mirada persiste y que nadie se la ha quebrado.

Pero lo que quiero decir aquí, Carlos, es que tus palabras son un poema como el de Yonathán. Precisamente porque has dedicado tu tristeza a hurgar en esa perdida condición humana que hay que buscar a cuenta gotas, tapiada como está por el horror de las guerras, de la pólvora y de un odio acrecentado, que amenaza con llevárselo todo.

Y las vas encontrando y compartiendo, como intentando encender un pequeño candil en cada ventana, desafío candoroso y silente, a que hagamos lo mismo. En cada hallazgo demuestras, sin teoría alguna distinta a la del vivir humano, que la literatura es un artificio de un hombre que lleva sobre sí –como el hombre común- todo el peso de la destrucción y que lo ha hecho consciente. Y si quienes nos acercamos a ese grito continuado y silencioso no lo hacemos nuestro, la palabra se va extinguiendo en la oscuridad de los estantes y en las murallas de las portadas. Y tú eres un portador de antorchas.