Bosque del Agua, parque del Garajonay
¡Los amantes! ¡Oh, los amantes!
¡Qué cerca están
de lo que pierden!
Antonio Tello |
Desde aquellos tiempos legendarios y primeros en que, en palabras del
poeta azteca Nezahualcóyotl, el gran «Dador de vida» se entretuvo en “escribirlo
todo con sus flores” y en “derramar con sus cantos el color sobre las cosas”,
el «bosque» no ha dejado de ser otra cosa que el ámbito sagrado más antiguo y
el más propicio para las revelaciones.
Desde el Oriente hasta el Poniente, las teogonías más remotas lo dibujaron
siempre como ese gran hogar en el que los dioses reproducían para sí mismos y
en la tierra el orden de esos cielos de los que desde siempre habían formado
parte. En sus laberínticas umbrías se realizaba la más perfecta unión entre la «tierra»
y los ámbitos celestes, entre la feraz carnalidad de la naturaleza que busca su
perpetuación y el orden divino al que pretende ajustar toda su existencia. Gracias
al majestuoso «árbol» hincado firmemente en lo más profundo de la tierra, y
cuyas enhiestas ramas crecían y crecían hacia lo alto para atrapar el «aire» en
que los guardianes del cielo dejaban sus silbos misteriosos, el hombre podía
encontrar un remedio a su mortalidad, reafirmándose a sí mismo como una reverberación de los dioses capaz, por sí solo, de superar el duro trance de la muerte
y, por obra de las lenguas del «fuego» purificador, alzarse por fin a los
suelos celestes. El árbol, sí, «El árbol de la vida»…
Bernini |
El poeta argentino Antonio Tello ha escogido este espacio mítico para adentrarse en la laberíntica
y compleja experiencia del Amor. Como los hombres y mujeres de la antigua
Hélade, y arropado por sus sombras, se ha dejado caer sobre la piel de una oveja
recién sacrificada a la espera de que la divinidad le conceda –por fin– el
privilegio de vivirla con su sabiduría. Esto es, y no otra cosa, el libro de O las estaciones, una visión
oracular, una revelación pánica de la experiencia amorosa construida toda ella
como una alegoría en la que el «árbol», el «aire», la «tierra» y el «fuego» protagonizan, junto a la ninfa y el fauno, un
papel primordial de gran carga simbólica en ese abrazo interminable al que ambos
se entregan con una incendiaria desesperación largamente inesperada.
Esta referencia mítica no es, en
absoluto, el único rasgo que sitúa una vez más a Antonio Tello muy lejos de las corrientes estéticas que, desde los años
ochenta, vienen explotando la ética rehumanizadora que, al menos en España, ha
llevado en volandas a los «partidarios de la realidad» hasta la cima misma de
la gloria. Sin embargo, fuera de esta elección, que es muy signficativa pero que
no obedece a otra voluntad que la de hallar un espacio escénico
habitable para la pulsión amorosa, no hay
en el poemario ninguna otra ambición culturalista. Ni tampoco, como cabría
esperar de toda visión oracular, despliega ninguna marejada de abrumadora irracionalidad
que tantas veces no pasa de ser sino un mero ejercicio de vanidad o un
vademecum de símbolos antiguos sin pies ni cabeza y demasiado alejados del
presente como para servirnos de señales redentoras de la sabiduría buscada. La
realidad es otra, muy distinta. Y es que, para llevar hacia delante este «drama»
coral, Antonio ha escogido un arriesgada
estrategia literaria en la que toda narración, toda evocación y toda reflexión
han sido escenificadas con un lenguaje abrumadoramente pictórico y
cinematográfico en el que los versos –muy cortos– y hasta las mismas palabras
tienen la misma funcionalidad que las abigarradas pinceladas de color en un
lienzo cualquiera de Monet…
En realidad, tomados uno a uno, los
poemas del libro de O
las estaciones no
son sino una delicada sucesión de imágenes en las que la textura, la
musicalidad y hasta la misma chiquez
de las palabras alcanzan su mayor potestad evocadora cuanto más se aleja la
mirada del mismo cuadro. Tomados en su conjunto, nos sentimos arrastrados por
una cadena de secuencias cinematográficas preñadas de voluptuosidad pero cuyo
dinamismo, desbordante a veces, está fieramente sometido a un férreo marcaje
con el que el autor busca no ya sólo el equilibrio expresivo sino conducirnos,
también, a un estado absoluto de quietud. En esta paradoja, que nos arrastra a
su antojo a las cimas más ardientes de la carnalidad báquica para llevarnos
luego hacia el más sonoro y detenido de todos los silencios, reside el
principal atractivo de este lienzo de amor que nos ha pintado Antonio, sí, pero con un pincel mojado...
Esta paradoja no sólo afecta al
lenguaje poético: también señala los mojones antitéticos a los que se ata, en
la vida real, la experiencia amorosa de todos los humanos, como una larga y
delicada soga. El amor es, en el tiempo, la consecuencia de un combate entre Eros y Anteros, entre las llamaradas abrasadoras de un Eros que todo lo
conmueve a la Psique
que toma al animal y en sus brazos lo amansa; de la yesca de la juventud a la serenidade cotidiana de la madurez, que
nuestra debilidad nos hace equiparar, erróneamente, con la propia muerte; de la
fiebre que “nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema” a lo
que Marguerite Yourcenar llamaba la “invasión de la carne por el espíritu...”. El
amor, sí, como esa fuerza que, al igual que la rayuela de Cortázar, es capaz de
arrojarnos –sin que nos demos cuenta– tanto al cielo como a los infiernos...
Lucian Freud |
Ese es el gran oráculo que los dioses del bosque
conceden a los hombres, la gran epifanía que nos es anunciada cuando ya
nada es posible.
Ese es el universo del libro de O
las estaciones. Un libro de amor. Un libro valiente. El
libro que sólo es posible cuando media el espíritu de un auténtico «hijo del
valor»; y eso es, sí, Antonio Tello
(Prólogo del libro)
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© Del prólogo, Carlos Morales
En caso de
reproducción, rogamos se cite la autoría.
2 comentarios:
Maravillosas imágenes acompañan este prólogo también compuesto de las más bellas imágenes. Es una presentación, con pleno conocimiento de la poesía, sus corrientes, así como de la psiquis humana, perspectivas tan necesarias para adentrarse en la persona del autor y comprender mejor su obra, o empezar por la obra y llegar a través de ella a su autor. Como sabes hacerlo muy bien Carlos.
Me es muy familiar y querido aquél bosque que precede el poema, además de bello, como aquellos bosques de la entrañable Irlanda.
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