"No olvides nunca,
pueblo mío, / que en Yad Vashem hay un lago / manso y no conviene dejarlo /
nunca que vuelva / y embravecido se repita"
(Carlos de la Rica)Anochecer en el Mar Muerto. |
Estudio, selección y notas de Carlos Morales.
(En preparación)
Carlos de la Rica
(España, 1929 – 1997)
Yad Vashem
I
Tras Guival Ram y de
repente
están los pinos, refulgen
rápidas
las aves transitivas y el
paisaje;
embravecido el cemento llega;
llegan al encuentro
enhebrados
los personajes de piedra y la
madera
quemada, como quemadas fueran
las viviendas un día.
Se abren la voz y su
argamasa,
el cemento y su zócalo de
esféricos
pedruscos primordiales;
aparece del centro una
hoguera,
el río que corre y es un lago
negro, profundo y en sus
aguas
–nacidas de inmisericordia
antaño–
las tablas de un no usado
naufragio.
Está mi pueblo, los plintos
en el suelo,
los latidos invisibles del
dolor,
los prohibidos nombres están
escritos en hebreo. No hablo
alemán,
pero también puedo leer:
Dachau que es él un grito,
un astro metálico abatido;
el hambre de las bocas y
consumidos los cuerpos, las
muñecas
con las manos ceñidas por las
cuerdas.
Auschwitz hirsuto y de
granizo,
fuego lento de gases, nubes
de cabañas arrasadas según
costumbre.
La fosa silenciosa donde
bajara el ave,
mujeres y los niños que
desnudos
los himnos cantan como antes,
–cuando una madre anciana
con su dedo crecido y largo
al cielo señalaba y humo
de incienso a la pradera de
arriba
se echaba a andar y rezaba–.
Los montones de zapatos y
ropa,
la fauna de la risa fría,
el estallido de Treblinca;
Meidenek y la pechuga inmunda
de la coz y la viga gamada.
Desconozco el idioma, lleva
plomo
como llevábalo la vida
segada de un ave libre que
volaba
y abatida al suelo cae por el
tiro
del cazador. ¡Cuál cómo cada
nombre
escrito ha sido en su lugar!
El calofrío del animal con
sed,
de la paloma y de sus crías;
digo que no alcanza mi voz
en circundar el pretensado
cemento:
fluye, clava y grita la
alambrera.
Ocurre que la corriente pasa
debajo,
es un pozo que brota, lanza
su voz
a lo alto y el pie mío
en movimiento pongo.
Oh pueblo, enciende la lumbre
y la llama deja perenne
en funeral fluir de la
epopeya.
Y de Yad Vashem salgo, de la pared
me traigo el jeroglífico
donde tropezar suelen los
hombres.
No olvides nunca, pueblo mío,
que en Yad Vashem hay un lago
manso y no conviene dejarlo
nunca que vuelva
y embravecido se repita.
II
Oh pueblo:
Yo he sido un niño ignorante,
pero el río crece y va a
parar al mar,
un ruido corre produciendo:
yo he contado
los caudales de agua gota a
gota,
pues en mi intención siempre
pensaba
volver de la tormenta y en la
paz
penetrar.
Judíos de Europa:
me siento agarrado del brazo
de todas las criaturas,
tú has sido embadurnado de
amarillo
y rápido corro hacia el
montón apilado,
hacia el humano fardo que de
ti hicieran
¡Oh qué lluvia de muerte en
vuestra lápida
penetra!
Oh ángeles:
busco de la tarde los
perfiles,
la simiente de tanta figura
destrozada;
tu nombre busco santo, Sión,
y peregrino recorro las
calles y callejones de las ciudades,
en las aldeas tembladas por
el viento;
la alambrada repaso de los
espinos. Pero busco
igualmente
la sombra de mi pueblo que un
gemido lanza,
de tu pueblo, Miguel, del pueblo
tuyo,
cuyo destino te fuera
confiado y la cinta
aún sostienes con la mano de
plumas.
Jersusalem:
escombrada y partida,
arrasada,
bufanda arrastrada por los
suelos;
oh Tito incendiador, déspota
humano,
¡qué lento el desplomarse las
torres y las columnas bellas,
los plintos! Y –saltamontes–
el humo ennegrecía
las grandes y doradas paredes
del Templo.
Massada, oh Massada:
amasada para el placer y la
defensa;
pero, ante todo, masa del
valor, génesis
de aquel rebaño cuyos
corderos signos fueron
del encuentro del grillo y el
alfiler que pincha.
Armario de la memoria, lugar
donde el joven llora aún
cuando
la emoción penetra en su
torso desnudo.
Menorat:
lluvia de luz, estrellas
siete en el cobre o el oro,
sobre los viejos hombros
transportada
y en las sortijas recordada
por cuantos tocan
el sol fulgiendo encima de
las cúpulas
de Sión.
Tierra:
humus testigo
de la sangre y la savia
que luego convertida en
árboles de las colinas son;
como un abrazo amoroso
rodeando con sus dedos,
cercando; y envuelven la ciudad,
Jerusalem
oliendo a hierbaluisa y
cedro.
Oh sombras,
ángeles otra vez,
descansad, la caracola de
Esther,
ha vuelto
la lentejuela que como recua
de cabras tintinea
y es Judit.
Creced,
oh naranjos,
montes poblados de cipreses y
rosas,
de cedros y otros árboles más
cuyo
nombre ahora no es menester
recordar.
Y bajad de la colina donde
quedan
el holocausto y el perdón
también.
Pero tú, pueblo mío,
vosotros, pueblos de toda
tribu, condición y raza,
de toda
familia-especie-humana,
recordad siempre
y no olvidéis este nombre
y no lo repitáis más.
Atrás queda el cemento
cuadrado, la arquitectura
exacta en paralelepípedo,
el poderoso sol que su luz
desploma
sobre las losas y la yerba;
queda el astro quemante de
Yad Vashem,
grano caído en los surcos
de la tierra,
Madre-de-todos-los-pueblos
De su libro
Yad
Vashem
El Toro de Barro 2000.
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(«Realismo
mitológico»)
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