Pablo Neruda
(1904-1973)
Alturas del Macchu Picchu
I
I
Del aire al aire, como
una red vacía,
iba yo entre las calles
y la atmósfera, llegando y despidiendo,
en el advenimiento del
otoño la moneda extendida
de las hojas, y entre la
primavera y las espigas,
lo que el más grande
amor, como dentro de un guante
que cae, nos entrega
como una larga luna.
(Días de fulgor vivo en
la intemperie
de los cuerpos: aceros
convertidos
al silencio del ácido:
noches desdichadas hasta
la última harina:
estambres agredidos de
la patria nupcial.)
Alguien que me esperó
entre los violines
encontró un mundo como
una torre enterrada
hundiendo su espiral más
abajo de todas
las hojas de color de
ronco azufre:
más abajo, en el oro de
la geología,
como una espada envuelta
en meteoros,
hundí la mano turbulenta
y dulce
en lo más genital de lo
terrestre.
Puse la frente entre las
olas profundas,
descendí como gota entre
la paz sulfúrica,
y, como un ciego, regresé
al jazmín
de la gastada primavera
humana.
II
Si la flor a la flor
entrega el alto germen
y la roca mantiene su
flor diseminada
en su golpeado traje de
diamante y arena,
el hombre arruga el
pétalo de la luz que recoge
en los determinados
manantiales marinos
y taladra el metal
palpitante en sus manos.
Y pronto, entre la ropa
y el humo, sobre la mesa hundida,
como una barajada
cantidad, queda el alma:
cuarzo y desvelo,
lágrimas en el océano
como estanques de frío:
pero aún
mátala y agonízala con
papel y con odio,
sumérgela en la alfombra
cotidiana, desgárrala
entre las vestiduras
hostiles del alambre.
No: por los corredores,
aire, mar o caminos,
quién guarda sin puñal
(como las encarnadas
amapolas) su sangre? La
cólera ha extenuado
la triste mercancía del
vendedor de seres,
y, mientras en la altura
del ciruelo, el rocío
desde mil años deja su
carta transparente
sobre la misma rama que
lo espera, oh corazón, oh frente triturada
entre las cavidades del
otoño.
Cuántas veces en las calles
del invierno de una ciudad o en
un autobús o un barco en
el crepúsculo, o en la soledad
más espesa, la de la
noche de fiesta, bajo el sonido
de sombras y campanas,
en la misma gruta del placer humano,
me quise detener a
buscar la eterna veta insondable
que antes toqué en la
piedra o en el relámpago que el beso desprendía.
(Lo que en el cereal
como una historia amarilla
de pequeños pechos
preñados va repitiendo un número
que sin cesar es ternura
en las capas germinales,
y que, idéntica siempre,
se desgrana en marfil
y lo que en el agua es
patria transparente, campana
desde la nieve aislada
hasta las olas sangrientas.)
No pude asir sino un
racimo de rostros o de máscaras
precipitadas, como
anillos de oro vacío,
como ropas dispersas
hijas de un otoño rabioso
que hiciera temblar el
miserable árbol de las razas asustadas.
No tuve sitio donde
descansar la mano
y que, corriente como
agua de manantial encadenado,
o firme como grumo de
antracita o cristal,
hubiera devuelto el
calor o el frío de mi mano extendida.
Qué era el hombre? En
qué parte de su conversación abierta
entre los almacenes de
los silbidos, en cuál de sus movimientos metálicos
vivía lo indestructible,
lo imperecedero, la vida?
III
El ser como el maíz se
desgranaba en el incansable
granero de los hechos
perdidos, de los acontecimientos
miserables, del uno al
siete, al ocho,
y no una muerte, sino
muchas muertes llegaba a cada uno:
cada día una muerte
pequeña, polvo, gusano, lámpara
que se apaga en el lodo
del suburbio, una pequeña muerte de alas gruesas
entraba en cada hombre
como una corta lanza
y era el hombre asediado
del pan o del cuchillo,
el ganadero: el hijo de
los puertos, o el capitán oscuro del arado,
o el roedor de las
calles espesas:
todos desfallecieron
esperando su muerte, su corta muerte diaria:
y su quebranto aciago de
cada día era
como una copa negra que
bebían temblando.
IV
La poderosa muerte me
invitó muchas veces:
era como la sal
invisible en las olas,
y lo que su invisible
sabor diseminaba
era como mitades de
hundimientos y altura
o vastas construcciones
de viento y ventisquero.
Yo al férreo vine, a la
angostura
del aire, a la mortaja
de agricultura y piedra,
al estelar vacío de los
pasos finales
y a la vertiginosa
carretera espiral:
pero, ancho mar, oh
muerte!, de ola en ola no vienes,
sino como un galope de
claridad nocturna
o como los totales
números de la noche.
Nunca llegaste a hurgar
en el bolsillo, no era
posible tu visita sin
vestimenta roja:
sin auroral alfombra de
cercado silencio:
sin altos enterrados
patrimonios de lágrimas.
No pude amar en cada ser
un árbol
con su pequeño otoño a
cuestas (la muerte de mil hojas)
todas las falsas muertes
y las resurrecciones
sin tierra, sin abismo:
quise nadar en las más
anchas vidas,
en las más sueltas
desembocaduras,
y cuando poco a poco el
hombre fue negándome
y fue cerrando paso y
puerta para que no tocaran
mis manos manantiales su
inexistencia herida,
entonces fui por calle y
calle y río y río,
y ciudad y ciudad y cama
y cama,
y atravesó el desierto
mi máscara salobre,
y en las últimas casas
humilladas, sin lámpara, sin fuego,
sin pan, sin piedra, sin
silencio, solo,
rodé muriendo de mi
propia muerte.
V
No eras tú, muerte
grave, ave de plumas férreas,
la que el pobre heredero
de las habitaciones
llevaba entre alimentos
apresurados, bajo la piel vacía:
era algo, un pobre
pétalo de cuerda exterminada:
un átomo del pecho que
no vio al combate
o el áspero rocío que no
cayó en la frente.
Era lo que no pudo
renacer, un pedazo
de la pequeña muerte sin
paz ni territorio:
un hueso, una campana
que morían en él.
Yo levanté las vendas
del yodo, hundí las manos
en los pobres dolores
que mataban la muerte,
y no encontré en la
herida sino una racha fría
que entraba por los
vagos intersticios del alma.
VI
Entonces en la escala de
la tierra he subido
entre la atroz maraña de
las selvas perdidas
hasta ti, Macchu Picchu.
Alta ciudad de piedras
escalares,
por fin morada del que
lo terrestre
no escondió en las
dormidas vestiduras.
En ti, como dos líneas
paralelas,
la cuna del relámpago y
del hombre
se mecían en un viento
de espinas.
Madre de piedra, espuma
de los cóndores.
Alto arrecife de la
aurora humana.
Pala perdida en la
primera arena.
Ésta fue la morada, éste
es el sitio:
aquí los anchos granos
del maíz ascendieron
y bajaron de nuevo como
granizo rojo.
Aquí la hebra dorada
salió de la vicuña
a vestir los amores, los
túmulos, las madres,
el rey, las oraciones,
los guerreros.
Aquí los pies del hombre
descansaron de noche
junto a los pies del
águila, en las altas guaridas
carniceras, y en la
aurora
pisaron con los pies del
trueno la niebla enrarecida,
y tocaron las tierras y
las piedras
hasta reconocerlas en la
noche o la muerte.
Miro las vestiduras y
las manos,
el vestigio del agua en
la oquedad sonora,
la pared suavizada por
el tacto de un rostro
que miró con mis ojos
las lámparas terrestres,
que aceitó con mis manos
las desaparecidas
maderas: porque todo,
ropaje, piel, vasijas,
palabras, vino, panes,
se fue, cayó a la
tierra.
Y el aire entró con
dedos
de azahar sobre todos
los dormidos:
mil años de aire, meses,
semanas de aire,
de viento azul, de
cordillera férrea,
que fueron como suaves
huracanes de pasos
lustrando el solitario
recinto de la piedra.
VII
Muertos de un solo
abismo, sombras de una hondonada,
la profunda, es así como
al tamaño
de vuestra magnitud
vino la verdadera, la
más abrasadora
muerte y desde las rocas
taladradas,
desde los capiteles
escarlata,
desde los acueductos
escalares
os desplomasteis como en
un otoño
en una sola muerte.
Hoy el aire vacío ya no
llora,
ya no conoce vuestros
pies de arcilla,
ya olvidó vuestros
cántaros que filtraban el cielo
cuando lo derramaban los
cuchillos del rayo,
y el árbol poderoso fue
comido
por la niebla, y cortado
por la racha.
Él sostuvo una mano que
cayó de repente
desde la altura hasta el
final del tiempo.
Ya no sois, manos de
araña, débiles
hebras, tela enmarañada:
cuanto fuisteis cayó:
costumbres, sílabas
raídas, máscaras de luz
deslumbradora.
Pero una permanencia de
piedra y de palabra:
la ciudad como un vaso
se levantó en las manos
de todos, vivos,
muertos, callados, sostenidos
de tanta muerte, un
muro, de tanta vida un golpe
de pétalos de piedra: la
rosa permanente, la morada:
este arrecife andino de
colonias glaciales.
Cuando la mano de color
de arcilla
se convirtió en arcilla,
y cuando los pequeños párpados se cerraron
llenos de ásperos muros,
poblados de castillos,
y cuando todo el hombre
se enredó en su agujero,
quedó la exactitud
enarbolada:
el alto sitio de la
aurora humana:
la más alta vasija que
contuvo el silencio:
una vida de piedra
después de tantas vidas.
VIII
Sube conmigo, amor
americano.
Besa conmigo las piedras
secretas.
La plata torrencial del
Urubamba
hace volar el polen a su
copa amarilla.
Vuela el vacío de la
enredadera,
la planta pétrea, la
guirnalda dura
sobre el silencio del
cajón serrano.
Ven, minúscula vida,
entre las alas
de la tierra, mientras
-cristal y frío, aire golpeado -
apartando esmeraldas
combatidas,
oh agua salvaje, bajas
de la nieve.
Amor, amor, hasta la
noche abrupta,
desde el sonoro pedernal
andino,
hacia la aurora de
rodillas rojas,
contempla el hijo ciego
de la nieve.
Oh, Wilkamayu de sonoros
hilos,
cuando rompes tus
truenos lineales
en blanca espuma, como
herida nieve,
cuando tu vendaval
acantilado
canta y castiga
despertando al cielo,
qué idioma traes a la
oreja apenas
desarraigada de tu
espuma andina?
Quién apresó el
relámpago del frío
y lo dejó en la altura
encadenado,
repartido en sus
lágrimas glaciales,
sacudido en sus rápidas
espadas,
golpeando sus estambres
aguerridos,
conducido en su cama de
guerrero,
sobresaltado en su final
de roca?
Qué dicen tus destellos
acosados?
Tu secreto relámpago
rebelde
antes viajó poblado de
palabras?
Quién va rompiendo
sílabas heladas,
idiomas negros,
estandartes de oro,
bocas profundas, gritos
sometidos,
en tus delgadas aguas
arteriales?
Quién va cortando
párpados florales
que vienen a mirar desde
la tierra?
Quién precipita los
racimos muertos
que bajan en tus manos
de cascada
a desgranar su noche
desgranada
en el carbón de la
geología?
Quién despeña la rama de
los vínculos?
Quién otra vez sepulta
los adioses?
Amor, amor, no toques la
frontera,
ni adores la cabeza
sumergida:
deja que el tiempo
cumpla su estatura
en su salón de
manantiales rotos,
y, entre el agua veloz y
las murallas,
recoge el aire del
desfiladero,
las paralelas láminas
del viento,
el canal ciego de las
cordilleras,
el áspero saludo del
rocío,
y sube, flor a flor, por
la espesura,
pisando la serpiente
despeñada.
En la escarpada zona,
piedra y bosque,
polvo de estrellas
verdes, selva clara,
Mantur estalla como un
lago vivo
o como un nuevo piso del
silencio.
Ven a mi propio ser, al
alba mía,
hasta las soledades
coronadas.
El reino muerto vive todavía.
Y en el Reloj la sombra
sanguinaria
del cóndor cruza como
una nave negra.
IX
Águila sideral, viña de
bruma.
Bastión perdido,
cimitarra ciega.
Cinturón estrellado, pan
solemne.
Escala torrencial,
párpado inmenso.
Túnica triangular, polen
de piedra.
Lámpara de granito, pan
de piedra.
Serpiente mineral, rosa
de piedra.
Nave enterrada,
manantial de piedra.
Caballo de la luna, luz
de piedra.
Escuadra equinoccial,
vapor de piedra.
Geometría final, libro
de piedra.
Témpano entre las
ráfagas labrado.
Madrépora del tiempo
sumergido.
Muralla por los dedos
suavizada.
Techumbre por las plumas
combatida.
Ramos de espejo, bases
de tormenta.
Tronos volcados por la
enredadera.
Régimen de la garra
encarnizada.
Vendaval sostenido en la
vertiente.
Inmóvil catarata de
turquesa.
Campana patriarcal de
los dormidos.
Argolla de las nieves
dominadas.
Hierro acostado sobre
sus estatuas.
Inaccesible temporal
cerrado.
Manos de puma, roca
sanguinaria.
Torre sombrera, discusión
de nieve.
Noche elevada en dedos y
raíces.
Ventana de las nieblas,
paloma endurecida.
Planta nocturna, estatua
dc los truenos.
Cordillera esencial,
techo marino.
Arquitectura de águilas
perdidas.
Cuerda del cielo, abeja
de la altura.
Nivel sangriento,
estrella construida.
Burbuja mineral, luna de
cuarzo.
Serpiente andina, frente
de amaranto.
Cúpula del silencio,
patria pura.
Novia del mar, árbol de
catedrales.
Ramo de sal, cerezo de
alas negras.
Dentadura nevada, trueno
frío.
Luna arañada, piedra
amenazante.
Cabellera del frío,
acción del aire.
Volcán de manos,
catarata oscura.
Ola de plata, dirección
del tiempo.
X
Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire en el aire, el
hombre, dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el
hombre, dónde estuvo?
Fuiste también el
pedacito roto
de hombre inconcluso, de
águila vacía
que por las calles de
hoy, que por las huellas,
que por las hojas del
otoño muerto
va machacando el alma
hasta la tumba?
La pobre mano, el pie,
la pobre vida...
Los días de la luz
deshilachada
en ti, como la lluvia
sobre las banderillas de
la fiesta,
dieron pétalo a pétalo
de su alimento oscuro
en la boca vacía?
Hambre, coral del
hombre,
hambre, planta secreta,
raíz de los leñadores,
hambre, subió tu raya de
arrecife
hasta estas altas torres
desprendidas?
Yo te interrogo, sal de
los caminos,
muéstrame la cuchara,
déjame, arquitectura,
roer con un palito los
estambres de piedra,
subir todos los
escalones del aire hasta el vacío,
rascar la entraña hasta
tocar el hombre.
Macchu Picchu, pusiste
piedra en la piedra, y
en la base, harapos?
Carbón sobre carbón, y
en el fondo la lágrima?
Fuego en el oro, y en
él, temblando el rojo
goterón de la sangre?
Devuélveme el esclavo
que enterraste!
Sacude de las tierras el
pan duro
del miserable, muéstrame
los vestidos
del siervo y su ventana.
Dime cómo durmió cuando
vivía.
Dime si fue su sueño
ronco, entreabierto,
como un hoyo negro
hecho por la fatiga
sobre el muro.
El muro, el muro! Si
sobre su sueño
gravitó cada piso de
piedra, y si cayó bajo ella
como bajo una luna, con
el sueño!
Antigua América, novia
sumergida,
también tus dedos,
al salir de la selva
hacia el alto vacío de los dioses,
bajo los estandartes
nupciales de la luz y el decoro,
mezclándose al trueno de
los tambores y de las lanzas,
también, también tus
dedos,
los que la rosa
abstracta y la línea del frío, los
que el pecho sangriento
del nuevo cereal trasladaron
hasta la tela de materia
radiante, hasta las duras cavidades,
también, también,
América enterrada, guardaste en lo más bajo
en el amargo intestino,
como un águila, el hambre?
XI
A través del confuso
esplendor,
a través de la noche de
piedra, déjame hundir la mano
y deja que en mí
palpite, como un ave mil años prisionera
el viejo corazón del
olvidado!
Déjame olvidar hoy esta
dicha, que es más ancha que el mar,
porque el hombre es más
ancho que el mar y que sus islas,
y hay que caer en él
como en un pozo para salir del fondo
con un ramo de aguas
secretas y de verdades sumergidas.
Déjame olvidar, ancha
piedra, la proporción poderosa,
la trascendente movida,
las piedras del panal,
y de la escuadra déjame
hoy resbalar
la mano sobre la
hipotenusa de áspera sangre y silicio.
Cuando, como una
herradura de élitros rojos, el cóndor furibundo
me golpea las sienes en
el orden del vuelo
y el huracán de plumas
carniceras barre el polvo sombrío
de las escalinatas
diagonales, no veo la bestia veloz,
no veo el ciego ciclo de
sus barras,
veo el antiguo ser,
servidor, el dormido
en los campos, veo el
cuerpo, mil cuerpos, un hombre, mil mujeres,
bajo la racha negra,
negros de lluvia y noches,
con la piedra pesada de
la estatua:
Juan Cortapiedras, hijo
de Wiracocha,
Juan Comefrío, hijo de
estrella verde,
Juan Piesdescalzos,
nieto de la turquesa,
sube a nacer conmigo,
hermano.
XII
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la
profunda
zona de tu dolor
diseminado.
No volverás del fondo de
las rocas.
No volverás del tiempo
subterráneo.
No volverá tu voz
endurecida.
No volverán tus ojos
taladrados.
Mírame desde el fondo de
la tierra,
labrador, tejedor,
pastor callado:
domador de guanacos
tutelares:
albañil del andamio
desafiado:
aguador de las lágrimas
andinas:
joyero de los dedos
machacados:
agricultor temblando en
la semilla:
alfarero en tu greda
derramado:
traed a la copa de esta
nueva vida
vuestros viejos dolores
enterrados.
Mostradme vuestra sangre
y vuestro surco,
decidme: aquí fui
castigado,
porque la joya no brilló
o la tierra
no entregó a tiempo la
piedra o el grano:
señaladme la piedra en
que caísteis
y la madera en que os
crucificaron,
encendedme los viejos
pedernales,
las viejas lámparas, los
látigos pegados
a través de los siglos
en las llagas
y las hachas de brillo
ensangrentado.
Yo vengo a hablar por
vuestra boca muerta.
A través de la tierra
juntad todos
los silenciosos labios
derramados
y desde el fondo
habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con
vosotros anclado,
contadme todo, cadena a
cadena,
eslabón a eslabón, y
paso a paso,
afilad los cuchillos que
guardasteis,
ponedlos en mi pecho y
en mi mano,
como un río de rayos
amarillos,
como un río de tigres
enterrados,
y dejadme llorar, horas,
días, años,
edades ciegas, siglos
estelares.
Dadme el silencio, el
agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el
hierro, los volcanes.
Apegadme los cuerpos
como imanes.
Acudid a mis venas y a
mi boca.
Hablad por mis palabras
y mi sangre.
De su libro
México,
1950.
El Toro de Barro
Carlos Morales, "Coexistencia (Antología de poesía israelí –árabe y hebrea– contemporánea” Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed. Tarancón de Cuenca, 2002. PVP 10 euros. |
El Toro de Barro |
1 comentario:
Qué decir de Neruda, si es uno de mis poetas favoritos. En quien me vi entusiasmada por sus letras desde pequeña,y hasta hoy sigo dejando mis letras en poemas.
Gracias por compartirlo.
Publicar un comentario