El Toro de Barro

El Toro de Barro

sábado, 19 de diciembre de 2020

«La mecedora», de Carlos Morales del Coso

 

Carlos Morales del Coso

(España, 1959)

  La mecedora

 Para Hugo, mi nieto

(17-12-2020)

 

 
Yo sé de una mecedora que apenas si se mueve
en las estancias perfumadas de mi corazón. 
Cuando la noche rozaba con sigilo las ventanas
para colgarse en las rejas del atardecer
yo escuchaba  sus quejidos
tras la puerta cerrada en que todo quieto estaba 
junto al aire. Aún subo con frecuencia 
al suelo perdido al que de niño acudía
para escuchar al abuelo mecerse sobre su mecedora
solitaria, frente a ese ventanuco abierto
sobre las paredes morenas de mi pecho, 
como si fuera un lienzo olvidado entre las rosas.
Con un candil en la mano, igual que cuando entonces, 
atravieso de nuevo el pasillo que antaño dejaban 
los opulentos sacos de maíz, y me detengo 
en el baúl en que mi abuela Lila guardaba los libros de la escuela 
de los cinco hijos que le guardó la vida, 
y me quedo mirando la puerta que daba al palomar secreto 
donde no entraba nadie, y allí me siento 
en la dulce mecedora donde mi abuelo duz*
dejaba caer todo su cansancio,
ahora soy yo quien de atrás a adelante se columpìa sobre el mimbre
como una luna cosida a la perplejidad del cielo
con una cinta de seda, y no sé qué decir, y no sé cómo alzar 
el alma para que sus cabellos  
se tensen y tañan como las guitarras silenciosas
de todo cuanto fue,
y para colmo ahora viene un niño que no se peina nunca,
un niño que sube a cuatro gatas los escalones que le separan
de un mundo misterioso en el que quiere meter la cabeza
como si fuera una alacena llena de almendrucos y pajarillos blancos, 
el niño que yo fuí, el niño que yo era,
el pequeño muchacho que bizquea 
y tócame las manos y las besa y cuéntame las cosas de su escuela,
el lunar que Lucía llevaba bordado en uno de sus párpados,
el pequeño muchacho
que escalaba los felices naranjales
pues quería abrir las jaulas del cielo
y atrapar para ella el jilguero que silbaba todas las mañanas.
Y el muchacho entonces se sienta en el suelo
como un indio apache, 
y me toca las manos y las huele, así como yo
con mi boca rozaba las manos peludas de mi abuelo 
cuando dejó de cantar
y ladeó su cabeza para siempre, 
como si en el aire inmóvil tranquilo se durmiera. 
Entonces yo me inclino hacia el niño que fuí,
Y le beso en la frente
y le beso en el pecho, y le pido perdón y también le perdono,
Y él se queda absorto cuando me ve marchar, camino de esa luz
que en el viento me aguarda y hacia el fondo me lleva,
el muchacho entonces se duerme escuchando el rumor 
de esa  mecedora silenciosa 
que no deja de agitarse en el estante vacío de mi corazón,
igual que cuando yo, 
igual que cuando era...


________
* Duz.- Dulce. Adjetivo muy utilizado en los tiempos pasados en Andalucía y en La Mancha.



Andrei Zadorine





Grandes Obras de 
EToro de Barro
Masrgalith Matitiahu, "Kamino de tormento", Col. Kuadrinos Sefardíes, Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2000.
Margalit Matitiahu "Kamino de tormento".
Col. Cuadernos del Mediterráneo.
Antología de la poesía del Holocausto.
Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2000.
carlosmorales59@gmail.com
Masrgalith Matitiahu, "Kamino de tormento", Col. Kuadrinos Sefardíes, Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2000.



 






















2 comentarios:

Administrador dijo...

Ay mi querido Carlos. Un sismo de amor ha acompañado el recorrido por este poema. Me he plantado en él para conjugar memorias, sonidos, decires y ese balancín irrecuperable de la infancia que queda grabado como un concierto para un solo de lira en el corazón.

Me ha gustado y mucho. Te deslizas por tu vivir como un verdadero pastor de estrellas y como un emocionado niño ante lo que redescubres, oculto ante los males del tiempo, las heridas permanentes, los dolores ajenos que se acoplan a los nuestros, como si nos pertenecieran desde siempre. Y lo rescatas y traes a este tiempo tuyo que termina siendo el mismo. He allí el misterio y la magia ciertamente del poema. Un recorrido de inicio a final en el cual el final queda registrado en un inicio que jamás desaparece. Y que te sella.

Lo he leído y vuelto a leer. Es el poema de un niño visto desde tu edad intemporal. Su ritmo: “Yo sé de una mecedora que apenas si se mueve / en las estancias perfumadas de mi corazón!” perdura y se sostiene en todo el poema. Y esa mecedora silenciosa va cobrando cada vez más los decibeles de una sinfonía para cuerdas de amor.

Ese poema ha sacado a relucir la persona que eres en toda su radiante claridad. Y eres tú, hablando de un tú, que no va triste recogiendo las penas propias y ajenas, tarea a la que te has entregado de manera sorprendente y generosa. Aquí eres aquel niño que ves en ese nieto y que te lleva y trae en el silencio de una mecedora a la que le otorgas la música de los astros, al mismo tiempo que al canto sinfín de la madre o el abuelo meciendo su amor al oído de los pequeños nacidos de su propio corazón.

Igual que cuando yo… igual que cuando era… Y has conjugado ambos y los has rescatado en el mágico sonido de una mecedora ausente que tú recompones y reconstruyes, hecha del dulce silbido de un adagio atravesando la piel de un clarinete.




Pablo M. dijo...

Impactante... Me causó lo mismo que ciertas escenas de la tan rara como bella peli "Pienso en el final" 🖤