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Fotograma de El ladrón de bicicletas
Manuel Rico
La visita 
 
                       
A mi padre. In memoriam.
No era
la rutina de una cita de
trámite.
                                                        
Ni siquiera 
el acto tan sencillo 
                                   
de cerciorarse
de que seguía allí, en el lugar
exacto que ocupara
decenios atrás, con la misma
inscripción 
sobre la piedra.
                             
Cruzar la verja,  contemplar  sin miedo 
los pasadizos de tierra entre
las tumbas,
respirar los cipreses, los
rosales, 
las yedras, los pétalos ajados,
detenerse
ante los nombres grabados en la
piedra
de aquellos que tuvieron 
más firme el sueño, 
era 
         
un gesto resistente, un acto de la idea,
cada año y el primero de cada
mes de mayo.
Mi padre, hecho de viento puro
y de inocencia,
compraba los claveles
para aromar el día y la memoria
y yo iniciaba
una senda entre dudas, e intuía
que una verdad antigua
respiraba en las tumbas
despojadas de cruz y de abalorios,
peladas como frutos mas oliendo
a las flores 
que habrían de crecer, invisibles
semillas 
que hoy flotan en el aire
dibujando
un signo parecido al porvenir.
Cementerio civil de cada mayo,
ciudad adormecida
bajo la noche negra del
silencio y la bota, 
mi padre, en sus caminos,
imaginó la luz en la penumbra, 
el agua entre la sed, el deseo
y la vida
frente a la pesadilla 
tejida sobre el mapa, dueña de las ciudades, 
del campo, de la niebla y los
talleres...
Mi mano
recibía la herencia y algo
extraño
parecía temblar en su apretón
nervioso (quizá fueran 
los guardias civiles en la
puerta
el miedo de aquel tiempo).
Ser niño entonces era 
llevar algo de ira en los
tirantes y él lo comprendía.
Mi andar menudo y frágil,
mi delgadez casi de tisis, 
eran el anticipo de un
compromiso en ciernes 
y él lo comprendía.
Tal vez por ello, 
cada uno de mayo 
como si celebrara el mes de los
claveles
o el resurgir de la naturaleza,
mi padre me llevaba con él al
homenaje
a la boca cerrada, al silencio
de niebla 
de un cementerio civil que
quizá fuera
lugar de libertad casi
exclusivo 
en aquel tiempo.
Había otros, no sólo estábamos
mi padre y yo entre los
cipreses.
Hombres de abrigo gris de
hombros hundidos
y codos bien gastados
que con gesto furtivo y
solidario 
cruzaban con nosotros sus
miradas 
como extraños destellos 
de una luz cierta y, al tiempo,
clandestina,
(la presencia de los guardias
civiles impedía
la formación de grupos
de más de una persona).
Y dejábamos las flores, casi
siempre
la tumba preferida de mi padre
tenía por nombre y apellido
Pablo Iglesias,
y, al poco tiempo, nos
marchábamos.
Ahora sé que con aquella
visita, que no era
la rutina de la cita de
trámite,
mi padre levantaba un edificio
de esperanza
en la cena en familia, como el
hombre  que abre 
la puerta a nuevas calles y se
mira, orgulloso,
en el espejo del deber cumplido
con la vida diaria y con el
hijo 
que nada conocía
del tiempo en que él fue joven 
y había luz en las calles y la
gente soñaba
y, a veces, sonreía.
Poco importa romper con las
alondras.
"De la orfandad"
"Casi un preludio"
"Madrid, 11 de marzo"
"La visita"
 Grandes Obras de 
El Toro de Barro
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2ª Edición.  
PVP 10 euros 
edicioneseltorodebarro@yahoo.es | 
En todo lugar
hay un precipicio para
los valientes
y una sombra para los
exhaustos
y un manantial
volcando su frialdad.
En todo amanecer
hay rocío para los
temblorosos
y luz para los amantes
y frías piedras y
salvajes pastos.
En todo anochecer
hay sosiego para los
tempestuosos
y liviandad para los
solitarios
y una roca para los
que yacen al final del camino.
 

 
 
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