Autor desconocido |
Jirî Orten
(Checoslovaquia, 1919-1941)
Séptima elegía
Traducción de Clara Janés
Le escribo, Karina, y no sé si está viva,
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.
¿Está muerta? Pida, pues, a su losa
que se haga leve. Pida a las rosas, señora,
que vuelvan a cerrarse. Pida al disgregarse
que le lea el informe de mi disgregación.
La muerte calla a la vista de los versos
en los que voy a usted
tan cruelmente joven y ya maduro,
que en mi juventud me parezco a un rey
de un reino perdido. Pero usted sabe
cuántas alas nos faltan para echar a volar en el vuelo de un ángel,
cómo reímos con la sangre y con la sangre lloramos.
Encontré mi caída y quiero decirle dónde sucedió.
Una vez en el cielo (esto de Dios lo escribo)
la transparencia se hirió de rojo celeste
y sangraba. Luego partió. Era el crepúsculo.
Tal vez fue sólo un sueño en el que soñaba
madre y padre, la casa, mis dos hermanos;
tal vez fue sólo un sueño en el que un hombre
se descubre a sí mismo bajo los círculos de agua del estanque;
tal vez fue sólo un sueño, espejo de la luna,
mas no debí soñarlo, si no me hubiera despertado luego,
no debía dejarme en las llamas que daban frío.
¡La caída de Dios! ¡qué caída! Luego está el niño solo,
sin la fuerza de la gracia que sabe
disminuir las dificultades, acortar la lejanía,
cerrar el infierno con el perfume y la violeta.
Y luego el niño está solo y se despierta y va
hacia una realidad de males. Piensa que no llegará.
El tiempo si no quiere no cura. El tiempo es un charlatán.
Una vez a una mujer, llena de encantos,
la caída parecía un no-caer: estoy hablando de Narcisa.
Todo era leve. E inexpresablemente próximo
nos habló? el gozo. Fueron palabras
que nunca podrá disolver el viento,
era una lengua, la amada lengua materna
de labios, manos, ojos, cuerpos y del vientre amado,
donde la espléndida seguridad sobre un lecho se inclina;
era esa lengua que sin lengua habla.
¿Qué quería Narcisa, cuando ante sus espejos
se quedaba y las cosas de en torno al tocarlas rápidamente se helaban?
Como Narciso, su sombra, ella nada, no quería otra cosa
que contemplarse a sí misma sin alma, sin cuerpo,
en el transparente espejo, hallaba sólo palabras de belleza,
de dureza, más dura que el diamante,
anhelaba de sí misma saber en sueños ajenos.
No era como una fuente, sino que en fuentes se ahogaba.
Ah, ¿dónde brota aquello en cuyo seno fluimos?
¿De quién las noches insomnes tanto se han posado en mí
y se han dilatado tanto que ya no me queda espacio?
He encontrado mi caída. ¿Sobre qué? ¡Sobre el llanto!
Caían mis lágrimas. Caían sobre la ciénaga;
caían por un reino vivo de miseria y de lamento;
caían sin pudor, Karina, a usted le escribo,
pida a su losa, que con la lluvia lavo,
me siento como lluvia que llueve sobre su tumba,
me siento como un llanto, sin forma ni tiempo,
le escribo, Karina, y no sé si está viva,
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.
Conozco a una niña. Es como un beso
todavía escondido en la boca, no se le permite más,
se despereza solamente al sol, que es tenue,
no quema, apaga la sed: adormece en el seno.
Es joven como la tierra, leve como el aliento,
como las hojas tiernas, como el alba y la felicidad.
También yo conozco hermosos días. ¿Mas donde me llevarán?
¿Lo sabía usted ya? ¿Y sabe usted, Karina?
Conozco también la grandeza de las mujeres: la espera de la madre,
tal vez regrese a ella un triste hijo.
Y conozco mi tierra, alegría sin causa,
y la fidelidad. Sí, pero ignoro dónde se encuentra ahora.
Conozco el despertar súbito de amarguras y desesperanzas,
mas conocer es muy poco, y muy poco es querer,
poco es saber la traición si el perdón es imposible.
La muerte calla en presencia de los versos, verá, lo sueño aún.
¿Ante qué tempestad calla? ¿Ante qué horror?
¿Qué entenderemos allí? ¿Qué nos disgrega?
¿Qué muere también allí? ¿Qué cae allí eternamente?
¿Los amores?
No quería, no quería callar,
perdonad a Narcisa, perdonad el pecado y al mundo,
encended una vela y rogad por la tierra,
que diciembre con su hielo no la postre demasiado,
que se le dé en abril lo que se les da a las flores,
que sea para ella la noche bandera en una torre,
que ondee hacia la luz, a la hora de los astros,
que los amantes la alaben por el dolor. Tan cruelmente joven y ya maduro,
me río hasta sangrar y lloro lágrimas de sangre
y abandonado de Dios y a Dios abandonado,
le escribo, Karina, y no sé si estoy vivo...
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.
¿Está muerta? Pida, pues, a su losa
que se haga leve. Pida a las rosas, señora,
que vuelvan a cerrarse. Pida al disgregarse
que le lea el informe de mi disgregación.
La muerte calla a la vista de los versos
en los que voy a usted
tan cruelmente joven y ya maduro,
que en mi juventud me parezco a un rey
de un reino perdido. Pero usted sabe
cuántas alas nos faltan para echar a volar en el vuelo de un ángel,
cómo reímos con la sangre y con la sangre lloramos.
Encontré mi caída y quiero decirle dónde sucedió.
Una vez en el cielo (esto de Dios lo escribo)
la transparencia se hirió de rojo celeste
y sangraba. Luego partió. Era el crepúsculo.
Tal vez fue sólo un sueño en el que soñaba
madre y padre, la casa, mis dos hermanos;
tal vez fue sólo un sueño en el que un hombre
se descubre a sí mismo bajo los círculos de agua del estanque;
tal vez fue sólo un sueño, espejo de la luna,
mas no debí soñarlo, si no me hubiera despertado luego,
no debía dejarme en las llamas que daban frío.
¡La caída de Dios! ¡qué caída! Luego está el niño solo,
sin la fuerza de la gracia que sabe
disminuir las dificultades, acortar la lejanía,
cerrar el infierno con el perfume y la violeta.
Y luego el niño está solo y se despierta y va
hacia una realidad de males. Piensa que no llegará.
El tiempo si no quiere no cura. El tiempo es un charlatán.
Una vez a una mujer, llena de encantos,
la caída parecía un no-caer: estoy hablando de Narcisa.
Todo era leve. E inexpresablemente próximo
nos habló? el gozo. Fueron palabras
que nunca podrá disolver el viento,
era una lengua, la amada lengua materna
de labios, manos, ojos, cuerpos y del vientre amado,
donde la espléndida seguridad sobre un lecho se inclina;
era esa lengua que sin lengua habla.
¿Qué quería Narcisa, cuando ante sus espejos
se quedaba y las cosas de en torno al tocarlas rápidamente se helaban?
Como Narciso, su sombra, ella nada, no quería otra cosa
que contemplarse a sí misma sin alma, sin cuerpo,
en el transparente espejo, hallaba sólo palabras de belleza,
de dureza, más dura que el diamante,
anhelaba de sí misma saber en sueños ajenos.
No era como una fuente, sino que en fuentes se ahogaba.
Ah, ¿dónde brota aquello en cuyo seno fluimos?
¿De quién las noches insomnes tanto se han posado en mí
y se han dilatado tanto que ya no me queda espacio?
He encontrado mi caída. ¿Sobre qué? ¡Sobre el llanto!
Caían mis lágrimas. Caían sobre la ciénaga;
caían por un reino vivo de miseria y de lamento;
caían sin pudor, Karina, a usted le escribo,
pida a su losa, que con la lluvia lavo,
me siento como lluvia que llueve sobre su tumba,
me siento como un llanto, sin forma ni tiempo,
le escribo, Karina, y no sé si está viva,
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.
Conozco a una niña. Es como un beso
todavía escondido en la boca, no se le permite más,
se despereza solamente al sol, que es tenue,
no quema, apaga la sed: adormece en el seno.
Es joven como la tierra, leve como el aliento,
como las hojas tiernas, como el alba y la felicidad.
También yo conozco hermosos días. ¿Mas donde me llevarán?
¿Lo sabía usted ya? ¿Y sabe usted, Karina?
Conozco también la grandeza de las mujeres: la espera de la madre,
tal vez regrese a ella un triste hijo.
Y conozco mi tierra, alegría sin causa,
y la fidelidad. Sí, pero ignoro dónde se encuentra ahora.
Conozco el despertar súbito de amarguras y desesperanzas,
mas conocer es muy poco, y muy poco es querer,
poco es saber la traición si el perdón es imposible.
La muerte calla en presencia de los versos, verá, lo sueño aún.
¿Ante qué tempestad calla? ¿Ante qué horror?
¿Qué entenderemos allí? ¿Qué nos disgrega?
¿Qué muere también allí? ¿Qué cae allí eternamente?
¿Los amores?
No quería, no quería callar,
perdonad a Narcisa, perdonad el pecado y al mundo,
encended una vela y rogad por la tierra,
que diciembre con su hielo no la postre demasiado,
que se le dé en abril lo que se les da a las flores,
que sea para ella la noche bandera en una torre,
que ondee hacia la luz, a la hora de los astros,
que los amantes la alaben por el dolor. Tan cruelmente joven y ya maduro,
me río hasta sangrar y lloro lágrimas de sangre
y abandonado de Dios y a Dios abandonado,
le escribo, Karina, y no sé si estoy vivo...
Grandes Obras de
El Toro de Barro
Juan Ramón Mansilla, "Una habitación en rojo".
Col. La Piedra que Habla.
Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales Ed.
Tarancon de Cuenca, 2011.
PVP 10 euros
edicioneseltorodebarro@yahoo.es |
2 comentarios:
"Soy un Rimbaud que no se ha convertido en tal", eso dice Jirí Orten de sí mismo. El joven poeta checo (desconocido para mí hasta ayer, cuando encontré el su libro Bajo la tierra, recién editado por Salto de Página y traducido por la poeta Clara Janés en Tipos Infames) murió a los 22 años, víctima de la barbarie nazi y completamente consciente de su fatídico destino. Así lo cuenta Janés en el prólogo, pues Orten es una suerte de poeta-oráculo que ve su propia muerte a través de las palabras. Sus versos recuerdan a la vitalidad de Arthur Rimbaud y también a ciertos trazos de lo que sería la poesía de Félix Francisco Casanova. En estos poemas Orten tiene tanto de adolescente y de niño sorprendido con el mundo como de adulto y visionario, con esa seguridad en las imágenes y en el ritmo que dejan al lector deseoso de más: qué literatura más jugosa, pienso, y qué agradable descubrimiento. La naturaleza, la juventud escondida, la enfermedad y la guerra, las muchachas hermosas, la decrepitud de Europa... Muy fan, sí... soy muy fan desde ya.
Creo que ha sido otro acierto de Clara Janés editar juntas las nueve elegías de Jirí Orten (Bajo la tierra, Salto de Página, 2012). Quienes habíamos leído asombrados ese conjunto heterogéneo de papeles póstumos recogidos en Sólo al atardecer (Pretextos, 1996), un libro que hoy ya es mítico (todavía se puede encontrar algún ejemplar a buen precio en Iberlibros) recordamos con emoción la profunda nostalgia y el acierto verbal que desprendía la escritura de un poeta que en más de un sentido había muerto en vida. Los entrañables “Cuaderno rojo”, “Cuaderno azul”, el “Cuaderno jaspeado” recogían el dolor plenamente aceptado de un espíritu al que nadie consiguió arrebatar del todo ni la alegría ni la libertad más radicales. Condenado por su condición de judío a vivir una vida del subsuelo por la fiera nazi, Orten presentía una muerte que finalmente llegó callada en forma de accidente de tráfico. Además de los cuadernos con los que Orten hablaba, y de las cartas de su madre, entre los papeles póstumos se encontraban nueve elegías, nueve cantos mayores a una muerte a la que intuía, esperaba y hasta cierto punto comenzaba a desear. Y llegó inapelable. Corría el año 41, el segundo de la despiadada invasión de Praga. El mismo día en que Orten cumplía 22 años. Tremendo misterio del mal, de la injusticia, del poder sin corazón y sin cabeza. “La honradez se vuelve oro”, llegó a escribir pensando en su epitafio. Poco antes del día final, en el “Cuaderno rojo” había escrito una bellísima despedida del cuarto en el que había morido a lo largo del último invierno de su vida. “Cuaderno rojo, despidámonos ahora de esta habitación llena de pasado. Le fue dado, digamos, el acabar, ante todo acabar, y también un poco, empezar… Esta mesa en la que escribiste tus elegías… Donde has probado la soledad verdadera y la importancia verdadera, donde, reconócelo, has sentido verdaderamente calor”. Gracias de nuevo a Clara Janés tenemos ahora al alcance de la mano este material poético.
La pasión lacrimosa, unida a la índole (in)vocativa y simbólica de los poemas, el deslizamiento místico y la dramática velocidad que imprimió a su existencia, hacen de Jirí Orten —dejemos a un lado su inclinación criptonésica — un poeta que hay que descubrir en lo hondo y leer con "absortos ojos". Sea bienvenido, y nuestra gratitud a la responsable del hallazgo.
M. Martínez Forega
Para Ripellino, Orten compartió con su generación el concepto del hombre desnudo, aplastado por el peso de la dignidad, de ahí su autenticidad, la pureza residual de la adolescencia, el regresus ad uterum. Orten también participaba de la "demonía" praguense: la obsesión por la nada, el error eterno (equivocarse tanto hasta ser puros), la pesadilla, la vanidad, la culpabilidad; como Kafka (ambos vivieron en cuartos subalquilados) era un condenado inocente que incluso llegó a tener vergüenza por los mismos verdugos.
César Antonio Molina
Hay mucho de Rilke en Orten, aunque desarrolla un código distinto: su poesía tiene la intensidad de un grito, cuyos límites son los del lenguaje: "¡Ayudadme, palabras. Acudid a mí!". El lector que navegue por las metálicas aguas que forman el fondo de estas páginas no será el mismo que antes de emprender su viaje : conocerá la materialidad del signo, el carácter impío de la historia y la musculatura lírica de todo un país. Ya lo dije a propósito de Herbert: en el Este se conserva, intacta todavía, la mejor poesía del siglo XX.
Jaime Siles
Publicar un comentario