La
danza de los
páSharos
Cielo triste
cielo mira mujer con niño dentro
hombre solo mira cielo
mira niño
mira mujer sola
contempla nube oscura pintada en cielo triste
Indio pone quena en boca
quena silba mágica
trota en aire
llama pájaros
pájaros duermen en monte
pájaros no quieren despertar
no pueden despertar
no saben volar en cielo triste
De pronto cielo fulge
de pronto brama cielo
toca címbalos y llora
entorna sus esclusas himen Dei
vienen pájaros en medio de tambores
pájaros y espinos la música buscando
Quena encuentra pájaro qui vola
rara escoba baila cielo triste
danza tosca
oh pájaro insolente
oh pásharo que bajas
oh páxaro infelice en plomo dibujado
Hambriento el Agnus Dei el cielo triste cruza
cielo llove pájaros y lluvia
quena llora pájaros cursivos
gozoso Santo Espíritu a pájaros espera
a pájaros que lumen pecatta tollis Dei
al cabo pico santo rompe pájaros ingrávidos
plumas llueven
en garra de Dios oh pájaro abolido
Indio sella boca
guarda quena
hinchado Sancti Espíritu regresa a la montaña
ya no pájaros
ya no ojos mirando cielo triste
solombras nubes rojas
sólo un hombre en la tempesta
mujer sola con niño dibujando
el rastro del espíritu
el caos que se avecina
De su
libro
El
Toro de Barro, 2003.
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Algunas Traducciones
Algunas Versiones
Nota sin demasiada interés.-
Escribí este poema en un autobús, sobre unas servilletas de papel que tomé de un bar y en el vaho de la luna de la ventana que me separaba del frío. Iba con mis hijos, entonces muy pequeños. Nos había impresionado el espectáculo que un peruano escenificó con sus pájaros en un zoológico. Y es que ocurrió algo sobrecogedor: un águila desobedeció las órdenes de aquel hombre pequeño y racial, y agarró con sus garras a un pajarillo despistado, cuyas plumas comenzaron a caer sobre el viento. Me dio por pensar que el pájaro era yo en las garras de Dios, o del destino, que por primera vez me había dibujado un tumor que luego -con el tiempo- apenas sí tuvo consecuencias.
Esto ocurrió en noviembre de 1999.
Llevaba sin escribir catorce años.
Utilicé expresiones sefardíes y latinas. Y lo hice sin señalar -mediante subrayados- su individualidad. Las integré voluntaria y conscientemente en las expresiones en castellano, buscando en su continuidad un solo, un único lenguaje poético, capaz de adecuarse a las visiones enloquecedoras de la desesperación que, por aquellos días, me doblaba las espaldas del espíritu. Pero hice más: procuré borrar del paisaje del poema los artículos, adaptarme al lenguaje dificultoso de mi -entonces- hijo más pequeño, Darío, que hablaba como los indios de los western.
En mi cabeza retumbaban los versos deslumbrantes del Ite misa est, de Gabino Alejandro Carriedo, que acababa de leer después de que Francisca Domingo, su gran estudiosa, me lo enviara en un puñado de cuartillas que contenía los poemas que mi admirado poeta palentino había escrito antes de que lo encontraran muerto, y sólo, en su apartamento de San Sebastián de los Reyes....
Aquel atardecer decidí que sí, que pondría en marcha El toro de barro, que merecía la pena perseverar en el camino editorial de su fundador, y de mi amigo, Carlos de la Rica. Y decidí hacerlo con Gabino, con El libro de las premoniciones. Y también los poemas sefardíes de Margalit Matitiahu, sus solombras, sus pásharos que lloven y que volan bajo la tempesta del espíritu de Dei...
Y aquél atardecer comencé -por fin- a escribir, obsesivamente, como si aquella escena hubiera abierto totalmente todas las esclusas de mi corazón... Durante los cuatro meses que siguieron a aquel día, tallé -esa es la palabra, a golpe de martillo- los poemas de El Libro del Santo Lapicero. Y desde entonces, apenas sí he vuelto a escribir más. Pocas cosas, pocas que merezcan la pena ser salvadas de la quema...
Pero ahí comenzó la rebelión.
Mi pequeña lucha por el hombre que yo soy, por mi pequeña vida.
Perdone el lector esta mancha autobiográfica.
Carlos