Jorge Rodríguez
Hidalgo
(España, 1961)
Los únicos días de la eternidad de
A. Tello
Anoche soñé que montaba un potro blanco y
que galopaba por los andurriales periféricos de una
ciudad que suponía abandonada.
De Los
días de la eternidad, de A. Tello
(En la
calle de Buenos Aires,
junto a "Pescados Videla",
la madrugada regentaba nuestra desolación
y ordenaba el caos de la amargura
que, sin saberlo, por el Atlántico
avanzaba hacia nosotros.)
Aire y
nubes; miedo y angustia
y una vaga idea de las Indias colonizadoras...
Tal era tu bagaje
cuando del Nuevo Mundo llegaste
al mundo nuevo;
fueras Antonio, o Rafael,
o aquel Julián Tapia que siempre llegaba en el pasado,
llegaste con la muerte en los talones
-que era mucho entonces-,
cuando la voluntad era privilegio de héroes
o atributo de traidores
y Cary Grant estaba a punto de morir gracias a Hitchcock.
De
golpe, inauguraste el mundo.
Aquí estábamos los indígenas
esperando que alguien nos dijera
que estábamos en tierra.
Viniste antonio -que es el nombre del hombre solo.
Viniste antonio, sí,
porque llegaste antonio,
sin prisas,
pues el tiempo no existía,
a pesar de que todo era tiempo entonces.
Llegaste con la muerte en los talones
-esa muerte que sólo a los poetas acecha.
Y vinimos a nacer en tu retina,
mientras el tiempo, que todo lo cubría, era aún extranjero.
La tez
bruna, negro, no eras argentino
aunque argentino fueras. Eras poeta, ¡qué desgracia!
Te vimos antonio, Antonio;
te vimos llegar, te vimos merodear por la conciencia
de los que no piden espacio -ese lugar extraño-;
te vimos llegar
poniendo boca a la desesperación
de quienes no sabíamos de qué desesperábamos.
Y nos
trajiste el argumento.
Fuiste Homero, con tus dedos
sonrosados por una aurora
de esperanza
que ahora nos parece arrogancia.
Nos asignaste tus atributos de hombre
para que, como personajes reales,
viéramos tu ficción de hombre
removido por el sueño a sangre del pasado.
Y nosotros, Ulises o Aquiles de ti
-porteador de la amargura-,
nos empeñamos en la obra
de tenerte siempre como padre,
o tal vez como el viejo
que nunca se despidió de ti
porque toda la muerte estaba aún por vivirse.
Ahora,
ungidos de la sustancia del tiempo
-de tu tiempo detenido en la eternidad-
nosotros, los elegidos,
queremos salir de ti, antoniotello,
para disponer el silencio a tu manera,
un silencio por donde galope el potro blanco
entre hombres fabulosos
que te recuerden que el mundo
es nuevo, a pesar de todo.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
Ángel Crespo
No sé cómo
decirlo
Ediciones el Toro de Barro
Carboneras del Guadazaón,
Cuenca 1965