El Toro de Barro

El Toro de Barro

jueves, 20 de septiembre de 2007

«El cíclope», de Gocho Versolari



Gocho Versolari
–Ricardo Iribarren–
(Argentina, 1949)
El cíclope



Un cíclope perdido
llora desde el cielo
cuando el mediodía se acerca
llenando de fiestas las terrazas.
Llora el cíclope. Su único ojo
arranca trenzas a la noche,
pega botones rojos a la luna
y amasa pájaros de sal
con sus enormes manos.
Su melancolía construirá la tarde
de un violeta profundo,
de un severo contraste
entre su carne cuadrada
y su redondo ojo.
Los invisibles buitres de la luna
esperan que muera de tristeza
para alimentarse de la piedra verde
que guarda el centro de su estómago:
esmeralda caliente; pan de los ríos;
altura del cielo y del agua
que en la noche
beberán las muchachas moribundas
con sus expresiones de placer
y de agonía. 
Grandes Obras de 
El Toro de Barro 
Carlos Morales, "Salmo”, Col. «Cuadernos del Mediterráneo», Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca, 2005.
Carlos Morales, "Salmo
Col. «Cuadernos del Mediterráneo»
Ed. El Toro de Barro,
Tarancón de Cuenca, 2005.

 

























miércoles, 19 de septiembre de 2007

Egito Gonçalvez, "La cicatriz"

Egito Gonçalves
LA CICATRIZ
(Traducción de Mercedes Escolano)

Tu nombre es un vocablo
de amor, una caricia
que la lengua desenvuelve.
No puedo pronunciarlo
en voz alta
cuando no estoy solo. Las
respiraciones ajenas
corrompen: podría
disolverse en el viento,
fragmentarse,
perder
su misterio indescifrable,
desviar
la flecha de su blanco.
Lo pronuncio eliminando
el sonido, dos sílabas
que ruedan por mi cuerpo,
abren los poros y,
por medio de los ojos,
envían el mensaje necesario
al soporte de Octubre.
Todo canta, rodeando el silencio,
la brisa leve que perfuma
las letras
cuando traspasas la puerta
y tu sonrisa dulce
avanza hacia mí.
La garganta se abre,
las sílabas revolotean, transforman
el espacio en música,
los acordes del agua:
mi cuerpo es ahora una cama
en la que la alegría abre
la felicidad, sus alas.

*

Ha sido elaborado lentamente – ¡el poema!
Ha crecido como crece un árbol, cada verso
una vena nueva, y las ramas se han abierto
inmunes al carámbano, copas de sombra
cubriendo las calles de la ciudad.
Abonado con palabras
suspensas en el tiempo; al principio
no sabíamos de qué poema se trataba,
ni siquiera si era poema.

Cuando las líneas del texto han suministrado
un horizonte visible
hemos comenzado a soñar. Tus manos
acarician las palabras, que brillan en
la pulpa de los dedos. “Todavía siento
el cuerpo del sueño”, dijiste cuando
la mañana ya nacía y la luz semejaba
estrellas que dividían las estrofas. El poema
palpita ahora como un corazón
enamorado. Nos envuelve
con su silencio; su respiración
revela el dibujo, los ténues hilos
que guían nuestros pies, hemos comenzado
a leer, a unir las sílabas
de su cuerpo lento, a mover
los capilares
como un barco se desliza en un arrozal.
Lo que se presintiera
se volvió transparencia carnal, espacio
en el que el cuerpo del sueño
respira el aire que revuelve las páginas.
¿En qué lado vivimos? ¿Qué frontera
nos ensancha los límites? ¿Estamos
soñando o despiertos? ¿Quién
escribe para nosotros este poema?

*
Tu hombro sabe que su desnudez
es materia de poema.
Cuando te quitas el vestido
–por el hombro–
tu cuerpo sabe que las palabras
acuden
al escalofrío de la piel.
Y mi cuerpo sabe
que las palabras le pertenecen,
tropiezan en el deseo,
presentan la incoherencia del delirio
que baja desde tu hombro
hacia la música
del silencio que hará el poema.

Te dedico palabras: apenas
lindes de una intensidad,
una leve piel de lo que nunca nada
podría describir, de la puerta
que se abre cuando el hombro
se suelta del vestido
que dibuja en el suelo
un gemido de amor: el sonido
de la alegría, su
rayo visible que capta
y expande
toda la luz secreta del poema.

*

Cruzan los dedos
el día y la noche, inseparables.
Trazan
un círculo: la línea de la vida
que nos inscribe. Observan
cómo yo susurro a tu oído
palabras de amor, suave
miraguano con que lleno
la almohada donde
reposas la cabeza. Digo:
“Cuanto más te amo, más
te amo”. Tu cabeza
comprime las palabras, bajo
el peso ellas cantan. Finalmente
el amor tiene un rostro perenne,
una espesura, paredes
de una casa litoral, voz
que en los caminos del cuerpo
se insinúa
descendiendo por la lluvia, los días
que la vida pueda tener
bajo un tejado azul, brazos
para arrullar, para dormir.
Los labios se mueven por los labios.
Las aves han recolectado
la semilla de las lágrimas. Inseparables,
la noche y el día cruzan
los dedos. Observan. Trazan
el círculo, dibujan
la línea de vida del amor. Vamos
a recorrerla. Seguirle el rumbo,
el sutil rumor.
Construir el trayecto
hasta el hueso del tiempo.

la tortilla
Abrimos la ventana por donde
se insinúa una forma de viento: se instala
en la cocina un banquete de amor. La luz
crepita para que los melocotones maduren
y la cacerola canta como si mirases
el río; pico la cebolla
como si gradase la tierra, te beso
la nuca, las patatas se encuentran peladas;
un pájaro pía en el aire del jardín
como si él fuese nuestro corazón. Un ángel
vela la bolsa de las compras, una bolsa de plástico
en la que hemos doblado la escarcha de las sombras, allí
podrán roer por mucho tiempo las uñas.
Te respiro. La voz del frigorífico
hace sonar postres como el arte de la poesía.
El poema fermenta en el trigo de las miradas.
Al transcribirlo
diré que nuestro corazón pía
en el aire del jardín
como si fuese un pájaro en la más alta
rama. En el poema
es necesario transfigurar la realidad.
Los camarones congelados contagian el texto
al tomar color en el agua que hierve.
Se cuecen; ahora
sólo falta batir los huevos.
*

La felicidad irradia del centro de tu cuerpo
dentro del cual me muevo
para que su latir cante.
Es el lugar del corazón, la sinuosidad
interior de los flancos,
ese lugar de donde partimos
y donde regresamos para intentar integrarnos,
para reconocer nuestra lengua,
romperle el silencio,
bogar por sus venas discretas,
agua que su lecho espera
para darle márgenes seguras por donde pueda
encontrar su propia identidad.

La proa que ha navegado en el laberinto
duerme en la playa. Oye aún a las sirenas
atravesándole el sueño. Sabe
que al despertar el círculo de fuego
se abrirá para dejarle paso. La esperan
bosques de huesos, gritos de sangre,
rosas lúcidas que apuntarán blancos,
palabras que empalidecen porque se saben
insuficientes, saben ser una sombra
del cuerpo que deberían fluir. Y de nuevo
la danza en que tronarán los cascos
que el instinto espolea. El camino de la elipse
que el centro de tu cuerpo
reinventa y dirige. El lugar en que la piel
se transforma
y el día y la noche son un único fulgor.

Tu hombro abre entonces una ventana,
una fuente de agua pura
que desarticula el sonido de las palabras,
las refresca en el viento
y las derrama en polen –una
respiración que mantiene el diálogo
en el horizonte de las mañanas solares.

*
Un sinuoso camino embarrado
atraviesa el jardín. El mar
está agitado –y a su imagen
sobrepongo otras de otro tiempo
en que mi vida
se hería contra las rocas. Es como
si yo entrase en un viejo cuadro
enmarcado
en la pared húmeda de un cuarto
abandonado. Pero tú entras conmigo
y nada reconozco. No recuerdo
que la alegría de las calles
viniese a mi encuentro. Que un mar
tan sereno me envolviese, parado,
en un camino de sol. Los pájaros
examinan nuestras manos, bajamos
al puerto bajo un túnel de jacarandás.
Las imágenes se confunden, revolotean,
comienzan a entrar en el poema, salgo
del cuadro y he aquí que tu mano
domina el vértigo, el camino
está rodeado de flores, la lluvia
ha cesado: no había palabras para ella.
Los sentidos están despiertos, anclados
en torno a tu rostro. Había allí un cuadro,
de él deben de haber salido estas gaviotas,
el velero que abandona el puerto,
tal vez –¿quién sabe?– las montañas
que protegen la ciudad. Ahora
es un espacio blanco en el que se explayan
mis pensamientos. Sinuoso,
avanza (¬) un tren de palabras: isla,
rostro, amor, ternura, la caricia
larga que se eleva de la casa, la piel
de un sueño realizado, la sangre
del rubí. Se ha parado la lluvia. La luz
se reproduce en el laberinto
de los espejos. Es la conclusión, el momento
en que te apoyas en el marco de la ventana
y mis manos te cogen
como si fueses la música que convoca
el perfume del césped que crea la noche.

*
Me he sentado en la terraza del hotel,
le he hecho una señal al camarero: un vaso
ha atravesado el espacio –evitando
la lluvia, ha aterrizado suavemente en la mesa,
debajo del toldo. Era un buen servicio.
En el vaso se balanceaba una bebida blanca
extraña
que pensé sería emblemática de la isla.
He imaginado el cóctel: el zumo de un limón,
un poco de insularidad,
unas gotas de horizonte marítimo,
una pizca de bruma,
excipiente q.b.
y un disfraz de color dudoso
que podría ser azul de cielo, pero que
apenas centelleaba en el falso blanco.
No estaba mal de gusto, buena compañía
para meditar sobre la vida, gozar las ondulaciones
de la memoria, el valor de la moneda
que con palabras se fue acuñando
a lo largo de naufragios, la lluvia lava
los sobresaltos del alma, se abre
en esta mesa un puerto, un reloj
de sangre que detiene las horas;
en este presente, me siento como si
flotase, pienso que somos una isla
de felicidad en medio de la gente
que discurre de angustia en angustia.
Nuestra razón de ser forja el destino
como se escribe un poema y se cree
en su magia, en su poder
de obtener el perdón del sufrimiento
como si lanzase peces al mar
y los perdiese. Miro a mi alrededor
mientras espero tu llegada,
tus bolsas de compras, el relato
de lo que sin mí viste o pensaste.
Entonces verás el vaso y la escritura
que su peso me ha dado. Y sabrás
que es azul de paraíso
el color líquido que ahora hemos compartido.

*
Podría ser aquí. Este lugar
transforma las estaciones, todas
se redimen conduciendo el tiempo
como un pastor tañe
su rebaño. Podríamos
retirar de este mar que nos cerca
el alimento, las botellas
que bogan con mensajes oscuros
como si transmitiesen las palabras
del oráculo; ¡la misteriosa
voz de los dioses! El infierno está lejos,
más allá de las brumas. Será en este lugar:
La casa puede
ofrecer el espacio necesario
para que en nosotros se mantenga vivo
el azul
del remoto sofá que coloreó
nuestras vidas. ¡Rodeados de mar!
En la cima de las vertientes
podrá reverdecer el contorno, asentar el banco
en el que el placer de nuestros cuerpos
se derrame por las laderas
para matar la sed de los viñedos.
Aquí, en el desfiladero, entre las montañas
que hasta nosotros descenderán sus relámpagos
haremos del paraíso un nuevo dibujo.
No buscamos paraísos perdidos.
A lo largo de nuestras vidas
nunca perdimos nada. Todo fue albañilería
que nos construyó,
como ahora levantamos la casa. Pondremos mirlos;
de algún poema del siglo pasado
traeremos ruiseñores; oiremos la campana
de las misas del parto y
el quebrar de las olas, el ruido
de los barcos que zarpan para lanzar la red
en el lugar secreto en que la luna se zambulle.
El mar está en calma, los navíos
no echan humo, no yerguen las velas,
sólo nuestra imaginación boga por las aguas,
busca las serpientes
que antaño desafiaban los héroes,
transforma
las tablas de algún naufragio en restos
de la balsa de Ulises. Por la noche,
los nombres de las estrellas
contarán historias y con ellos
abriremos ventanas
que darán otros nombres al futuro.
Y un día, si partimos,
escribiremos todo eso en un papiro
que irá sobre las olas
hasta que la botella se abra en otra isla
y nuestra historia,
el susurro de nuestras vidas,
se transforme en un mito
que ni nosotros podamos reconocer.



(La fotografía es de Howard Schatz )


(Siguiendo los vínculos que aparecen escritos en letras más oscuras, del color de la tierra,
el lector puede detenerse en la biografía de Egito Gonçalves o adentrarse en los poemas de amor que hicieron posible su Cicatriz)





martes, 11 de septiembre de 2007

Ángel Crespo, Últimos poemas

Pilar Gómez Bedate y Ángel Crespo

Ángel Crespo

FUEGO NEGRO


Poitiers 1984
¿Dónde anidaban las palomas
de Peitieus, cuando Leonor
de Aquitania cerraba esta ventana
contra el sol de la tarde?

Ahora las veo -bajo el sol

de esta tarde -batir
las alas en la torre
que la hiedra devora.

Y no hay halconero que a la alcándora

lleve al falcón para que no disperse
-ni hay tal halcón- al bando
que aletea aquel nombre
sobre el rumor de la ciudad.

Celosa de sus vuelos, la ventana

solía ella cerrar: que no cambiasen
la intimidad sombría de su estancia
por el sol de una tarde.




Bajo un cielo sin pájaros


Bajo un cielo sin pájaros

¿qué redención podemos
esperar -o qué canto
suspendernos sabría?

Va el sol cayendo, y su cadáver frío

no cruza un ala -y todas las auroras
gritan desde su ayer que no está muerta
la hoja postrera.
¿Pero en qué paisaje
tiñe de verde, en qué país, al viento?

Cuando te quedas solo...

Cuando te quedas solo, eres espejo

de lo que fuiste:
una mañana
contemplada desde el balcón
entornado; unos pasos
armoniosos que no has seguido
para no derramar tu gozo;
unas cuantas palabras
que te cambiaron más que el tiempo;
una mirada que se ahogó
como luz en tus venas;
un viaje que nunca querías
terminar; tu alma ausente
de lo que te esperaba
al quedarte tan solo.

Iban mirándome al pasar

En una cueva de un monte lejano

me refugié. Y era de día
y cantaba el agua en el agua
y el aire soñaba en el aire.

Me refugié para no huirme

y no encontrarme. Era de noche
y el monte aquel era de luz.

Nunca supe de procesiones

como aquéllas: vestían clámides
transparentes, sin fibras, iban
mirándome al pasar.

Lo que no tiene fin no se posee

ni nos posee: las miradas,
suyas y mías, eran formas
de otra forma de amor.

No hay dioses muertos si son dioses,

ni aquella cueva, ni aquel monte,
ni aquella luz, ni clámides
sin fimbrias, pues abrí
los ojos, y hasta el pecho
surgió el río del río.

Los ojos de la corza

Viajo desde los ojos de la corza

a su interior. Un mundo de cristales
ternísimos y velos ligerísimos
acoge al primer paso de mis ojos.
Avanzo sin temor; sobrecogido,
no obstante, por lo fácil del camino
que, de ojos adelante, ya discurre
por pasadizos y pasillos suaves
al tacto de los pies que me imagino,
y porque a su través se transparentan
leves arquitecturas sinuosas,
edificios de flor carnal y ramas
que, aunque no mueve el viento, se cimbrean
al borde de arroyuelos escarlatas,
y suaves y pulidas piedras puestas
en orden de descanso y sobresalto.
Lejos quedan los ojos de la corza
en tan corto trayecto transcendidos
y, cuando vuelvo hacia ellos la mirada
-ya huésped familiar de lo aludido-,
no encuentro su salida luminosa
y me pierdo en un prado de mil prados,
hechos de tiempos idos y presentes,
vigilados por vuelos agresivos
y por olfatos que el marfil afilan.
Sigo los vericuetos de la corza,
que se han hecho mi propio laberinto,
y hallo en su centro de lucientes ojos
los suyos y los míos junto a un pozo
del que desborda el agua suya y mía.

No te asomes

No te asomes a ese jardín

ni quieras descubrir sus rosas.
Mueren tras ese idéntico
perfume, igual color,
y la sed llena el vaso.
No te acerques a ese jardín

si quieres que aún existan
y que tu amor de siglos no se apague,
y si amas la esperanza.
Déjalas bajo el sol: búscate dentro

esa otra cosa que renace y muere,
esa flor que sospechas que hay en ti,
esa rosa que fue, pasó, nunca hubo rosas.

Paloma de Helsinki

Por miedo de que ardiese una paloma

que eclipsaba al sol con sus plumas
volando hacia las llamas
que apagaba el crepúsculo,
ya no pude escribir aquel poema
que temblando empecé
por miedo de que ardiese una paloma.

Paseata del destronado

¿En qué jardín sembrar una rosa

de Francia? ¿A que follajes
confiar una estatua de Ceres la rubia,
un bronce del Verrocchio, una matita de verbena?

¿Puede ascender sobre estos pastos

un quinteto de oboes,
o bien una gentil perdiz
que podríamos llevar al lienzo?

¡Ah! ¿Dónde crece el laurel oloroso,

dónde canta al oído el agua,
dónde unas columnas caídas
que sonrían sin una mueca?

La distancia se me convierte

en un reino redondo y cristalino,
a través del cual una mano
ofrece a mi cansancio sus sortijas.

Ula

Aquella noche te llamabas Ula

y huías ululando por la nieve.
Aquella noche escandinava
en que las alas de la nieve
entraban por debajo de la puerta
y, ateridas, se desplumaban
-yo te veía figurarte en Ula,
estremecida por el fuego,
e internarte en el bosque
en connivencia con lo oscuro.
Es verdad que no traspasaste
la puerta de la casa
-pero ésa eras la otra-
mientras, melena al viento,
Ula, con pies alados,
asustaba a la noche.

¿Cómo lograste, cómo hubiste

que aquélla fueran, que la nieve
te cambiase aquel nombre
-y que tus pies dejaran
huellas legibles: y dejases
a tu conmigo amando
de mentidor testigo?

Y entonces me mirabas:

cuando ibas
alzándote ululante
-delicada Eloísa de la nieve-
mientras yo el albedrío
te entregaba
de mano de mi lengua.