John William Godward |
Fantasmas
en la villa
I
Cuando calma el atardecer
su mano en mi mejilla
y hay un instante
donde se paraliza el bucle
del sonido
viene de la bahía un viento
que me ama
y reposa si me entreabre
los labios
y mi lengua recoge
sus dos granos de sal.
Hay un instante
sin ser intrusa, sin moverme,
sin molestar el diapasón
de un tiempo que no es mío.
Hay un tener mi cuerpo
transparente
y curioso.
Vuelven los peces del estanque
del huerto a murmurar
y la tarde agita su palma
vieja,
tan vieja en los rosales.
su mano en mi mejilla
y hay un instante
donde se paraliza el bucle
del sonido
viene de la bahía un viento
que me ama
y reposa si me entreabre
los labios
y mi lengua recoge
sus dos granos de sal.
Hay un instante
sin ser intrusa, sin moverme,
sin molestar el diapasón
de un tiempo que no es mío.
Hay un tener mi cuerpo
transparente
y curioso.
Vuelven los peces del estanque
del huerto a murmurar
y la tarde agita su palma
vieja,
tan vieja en los rosales.
II
Esparce joyas cenicientas
la muerte
desde entonces.
Pero en el candor de la luz
ondula la propiedad blanca
de un presentimiento.
Duino,
tú te sostienes sobre el día
de mi rubia consagración
a ti,
tarareas
la cadencia que desconoces,
muy acariciante en mi nuca,
casi tímida.
Pero aunque me vuelva a besarte
permanezco en el rojo tan
silencioso como los frescos
de este comedor;
te invito
a la ramita de laurel,
te miro sin ceniza.
Besas
a esa otra que paladea
muerte.
la muerte
desde entonces.
Pero en el candor de la luz
ondula la propiedad blanca
de un presentimiento.
Duino,
tú te sostienes sobre el día
de mi rubia consagración
a ti,
tarareas
la cadencia que desconoces,
muy acariciante en mi nuca,
casi tímida.
Pero aunque me vuelva a besarte
permanezco en el rojo tan
silencioso como los frescos
de este comedor;
te invito
a la ramita de laurel,
te miro sin ceniza.
Besas
a esa otra que paladea
muerte.
David Male |
III
El dios desnudo lee
mi nombre.
Duino, me asusta su estatura
infantil.
Este olor a mar de mis brazos,
esta invisibilidad lenta,
una tonsura del deseo
en mi pelo sin peso;
este desvestirse aunque cubras
mi cintura, aunque me retengas
en la petición de tus ojos
abiertos atándome, atándome.
Algo, en el instante
de la alegría del olvido,
separa nuestros cuerpos.
Yo me confundo con la espera
de la desnudez.
Levanta lienzos la actitud
reposada
de la sacerdotisa.
¿Qué secreta fragilidad
velan?
¿Qué resistencia en mí descubren
para que ya no escape
del amoroso golpe
que tus palabras y las mías
retrasaban e hinchaban
de jadeo?
A mi lado se yergue
la criatura
con su enorme sexo de bosque
hambriento, umbrío
como temible lanza
prohibida para niñas.
Y tanto huelo a mar
que ya no me defiendo
de esa herida.
mi nombre.
Duino, me asusta su estatura
infantil.
Este olor a mar de mis brazos,
esta invisibilidad lenta,
una tonsura del deseo
en mi pelo sin peso;
este desvestirse aunque cubras
mi cintura, aunque me retengas
en la petición de tus ojos
abiertos atándome, atándome.
Algo, en el instante
de la alegría del olvido,
separa nuestros cuerpos.
Yo me confundo con la espera
de la desnudez.
Levanta lienzos la actitud
reposada
de la sacerdotisa.
¿Qué secreta fragilidad
velan?
¿Qué resistencia en mí descubren
para que ya no escape
del amoroso golpe
que tus palabras y las mías
retrasaban e hinchaban
de jadeo?
A mi lado se yergue
la criatura
con su enorme sexo de bosque
hambriento, umbrío
como temible lanza
prohibida para niñas.
Y tanto huelo a mar
que ya no me defiendo
de esa herida.
IV
Mañana, a la una y media de la tarde,
la aguja del reloj de piedra
se clavará en la suavidad
de un leve girasol aún
gentil.
¿Qué importa si mañana nunca
será, entre el estiércol,
aguamarina acribillada a gritos?
¿Qué sucede mañana, me sonríes,
que no haya penetrado ya en ocasos?
Quisiera retardarme, deslizarme
por la columna que separa
vivir como una sombra de mi carne
a punto del bocado
del ángulo de un templo
que sólo ve quien se calcina
y muere.
Quisiera estar en las cocinas,
quedarme con el rasgo
del cuchillo que abre la pulpa
del pescado y revela
las huevas deliciosas...
Tentar el especiado vino
que me aletarga bajo el arrullo
de no pensar después de sus placeres.
Obstinarme con la postura
de las frutas,
insistir en la redondez
de un tempo vegetal,
cierto, tranquilo, ensimismándose.
No me permitas preguntarte
qué acaece mañana tras el fuego.
la aguja del reloj de piedra
se clavará en la suavidad
de un leve girasol aún
gentil.
¿Qué importa si mañana nunca
será, entre el estiércol,
aguamarina acribillada a gritos?
¿Qué sucede mañana, me sonríes,
que no haya penetrado ya en ocasos?
Quisiera retardarme, deslizarme
por la columna que separa
vivir como una sombra de mi carne
a punto del bocado
del ángulo de un templo
que sólo ve quien se calcina
y muere.
Quisiera estar en las cocinas,
quedarme con el rasgo
del cuchillo que abre la pulpa
del pescado y revela
las huevas deliciosas...
Tentar el especiado vino
que me aletarga bajo el arrullo
de no pensar después de sus placeres.
Obstinarme con la postura
de las frutas,
insistir en la redondez
de un tempo vegetal,
cierto, tranquilo, ensimismándose.
No me permitas preguntarte
qué acaece mañana tras el fuego.
V
Me desvía de ti
esta música de los campos
del verano y las uvas
próximas al delirio,
música en la premonición
de mi nombre que nadie sabe,
tierra de música,
granada espiga venenosa
que me roba
de nuestro sosegado juego.
Canción de larga lengua:
en mis encías hiende
la embocadura de la leche
de las cabras.
Me adivina moverme
deshonesta
y ácida
y baila mi vientre hasta el pozo
de la embriaguez del liquen,
y baila cada parte mía
exageradamente yéndome
al olvido.
Comprendo ahora que no existe
la muerte,
que si camino por la casa
de las abejas y las lombrices,
y en mis pies desnudos se alojan
los sabios animales del duelo
por la vida,
una muerte mortal no existe
aunque yo me despida, Duino,
y de fantasma de Pompeya
crezca hacia la boca
desesperadamente lejos,
aunque llegue la muerte
mañana
con su lápida
de lava
y no te deje entrar
y yo me aleje.
Ah, canción de tierra,
siringa o sinrazón o el cuello
que doy por alimento,
instrumento procaz,
cítara de la tierra.
esta música de los campos
del verano y las uvas
próximas al delirio,
música en la premonición
de mi nombre que nadie sabe,
tierra de música,
granada espiga venenosa
que me roba
de nuestro sosegado juego.
Canción de larga lengua:
en mis encías hiende
la embocadura de la leche
de las cabras.
Me adivina moverme
deshonesta
y ácida
y baila mi vientre hasta el pozo
de la embriaguez del liquen,
y baila cada parte mía
exageradamente yéndome
al olvido.
Comprendo ahora que no existe
la muerte,
que si camino por la casa
de las abejas y las lombrices,
y en mis pies desnudos se alojan
los sabios animales del duelo
por la vida,
una muerte mortal no existe
aunque yo me despida, Duino,
y de fantasma de Pompeya
crezca hacia la boca
desesperadamente lejos,
aunque llegue la muerte
mañana
con su lápida
de lava
y no te deje entrar
y yo me aleje.
Ah, canción de tierra,
siringa o sinrazón o el cuello
que doy por alimento,
instrumento procaz,
cítara de la tierra.
J. F. Millet |
VI
No soy la aparición indolente
que encaprichada de la luz
vaga por las vacías estancias
de la Villa
y se detiene
ante el idioma de un relato
que narra a nadie, que ilumina
a nadie, que reside en nadie,
hallado a solas, de otro planeta
escombros.
Tú delimitas el contorno
donde veo mi rostro,
tú me sujetas con tu voz,
me dices: quédate,
me dices: no ames de impaciencia
lo que temes.
Ya no reconozco la culpa,
no me giro agraciada de aire
inofensivo;
respiro un aire que se opone
a una manutención
de marcas y cautelas,
respiro apenas aire blando
como el tuyo.
Y el viento no me invita
a las rosas,
un viento agitador del manto
que me cubre,
una mujer de viento
que adivina.
que encaprichada de la luz
vaga por las vacías estancias
de la Villa
y se detiene
ante el idioma de un relato
que narra a nadie, que ilumina
a nadie, que reside en nadie,
hallado a solas, de otro planeta
escombros.
Tú delimitas el contorno
donde veo mi rostro,
tú me sujetas con tu voz,
me dices: quédate,
me dices: no ames de impaciencia
lo que temes.
Ya no reconozco la culpa,
no me giro agraciada de aire
inofensivo;
respiro un aire que se opone
a una manutención
de marcas y cautelas,
respiro apenas aire blando
como el tuyo.
Y el viento no me invita
a las rosas,
un viento agitador del manto
que me cubre,
una mujer de viento
que adivina.
VII
Los amos intocables
del territorio que recorre
la lechuza
-oye el temblor en las pestañas
del ratón y la noche
dibuja en las cenizas
de los sacrificios mi sueño
intranquilo-,
los amos de erizado vello,
con pupilas felinas
y olfato más que lobos,
mojan sus uñas en el cuenco
del kikeon
y humedecen mis labios sólo
enseñados con tu saliva,
Duino;
quieren que beba, quieren
que lo mire.
Cómo negarme a ver
el pie sin su sandalia
descuidada,
sus rodillas abiertas, torso
que si lo toco me hundiré,
axilas comedoras,
me hundiré si las toco,
extraño cristo en el regazo
de la madre,
gesto del que posee
y otorga y enajena,
definitivo hueco;
me hundiré si lo toco
y lo miro
y lo quiero tocar.
Duino,
distrae mi mirada
con la placidez
de tus estrellas sensitivas,
dos o tres estrellas mudadas
en agua,
cometas de tu sexo
no irascible que, como el agua,
va subiendo y bañándome,
aquietándome.
Si lo miro
cómo regresaré
de su hendidura.
del territorio que recorre
la lechuza
-oye el temblor en las pestañas
del ratón y la noche
dibuja en las cenizas
de los sacrificios mi sueño
intranquilo-,
los amos de erizado vello,
con pupilas felinas
y olfato más que lobos,
mojan sus uñas en el cuenco
del kikeon
y humedecen mis labios sólo
enseñados con tu saliva,
Duino;
quieren que beba, quieren
que lo mire.
Cómo negarme a ver
el pie sin su sandalia
descuidada,
sus rodillas abiertas, torso
que si lo toco me hundiré,
axilas comedoras,
me hundiré si las toco,
extraño cristo en el regazo
de la madre,
gesto del que posee
y otorga y enajena,
definitivo hueco;
me hundiré si lo toco
y lo miro
y lo quiero tocar.
Duino,
distrae mi mirada
con la placidez
de tus estrellas sensitivas,
dos o tres estrellas mudadas
en agua,
cometas de tu sexo
no irascible que, como el agua,
va subiendo y bañándome,
aquietándome.
Si lo miro
cómo regresaré
de su hendidura.
VIII
Tal vez un ángel me descubra
y me regale la ignorancia,
el fantasma que fui
entre las rojas rosas
de las piedras.
Que me permita retornar
a mi paseo cándido,
al silencio que ni siquiera
es muerte
sino bella desolación,
una tarde perfecta
y sin peligro.
Pero
me ve de carne advenediza.
Yo podría decirle
que he conocido el miedo
y su trofeo.
y me regale la ignorancia,
el fantasma que fui
entre las rojas rosas
de las piedras.
Que me permita retornar
a mi paseo cándido,
al silencio que ni siquiera
es muerte
sino bella desolación,
una tarde perfecta
y sin peligro.
Pero
me ve de carne advenediza.
Yo podría decirle
que he conocido el miedo
y su trofeo.
IX
Me golpeaba tanto
con el amor...
El mapa de mi espalda guarda
ríos que me bañaron con su escarcha
deshaciéndose a un sol de primavera.
Era la intensidad
de un amoroso dolor que me hacía
fragilísima
o me transformaba en redondeadas
montañas sin incertidumbre,
o una llanura donde la cometa
de una mano bailaba sin cesar
y yo crecía en junco,
en árbol,
en alado caballo para
dar alcance a esos dedos
que despertaron a mi piel
de sus niños.
Yo me movía con la ligereza
de la mujer que aún no tiene
secretos
sino el ansia
que la desmesura convertía
en pájaros que nunca hubieron
de morir.
Me golpeaba tanto
con el amor
que el tintineo de los crótalos,
cuando levantaba los brazos,
era mi desafío a la nocturna
palidez de un mundo carente
de mis muslos.
Me golpeaba
una
y
otra vez
para que el amor me besara
las laceraciones,
para que en los cambios de tiempo
las cicatrices me picaran
y no olvidase nunca
cómo mi espalda amaba tanto daño.
Me golpeaba,
me abandonaba a un paisaje de sangre
y de deseo.
Una celebración de mis heridas
que nadie supo,
sólo el amor sangrando por mi espalda.
con el amor...
El mapa de mi espalda guarda
ríos que me bañaron con su escarcha
deshaciéndose a un sol de primavera.
Era la intensidad
de un amoroso dolor que me hacía
fragilísima
o me transformaba en redondeadas
montañas sin incertidumbre,
o una llanura donde la cometa
de una mano bailaba sin cesar
y yo crecía en junco,
en árbol,
en alado caballo para
dar alcance a esos dedos
que despertaron a mi piel
de sus niños.
Yo me movía con la ligereza
de la mujer que aún no tiene
secretos
sino el ansia
que la desmesura convertía
en pájaros que nunca hubieron
de morir.
Me golpeaba tanto
con el amor
que el tintineo de los crótalos,
cuando levantaba los brazos,
era mi desafío a la nocturna
palidez de un mundo carente
de mis muslos.
Me golpeaba
una
y
otra vez
para que el amor me besara
las laceraciones,
para que en los cambios de tiempo
las cicatrices me picaran
y no olvidase nunca
cómo mi espalda amaba tanto daño.
Me golpeaba,
me abandonaba a un paisaje de sangre
y de deseo.
Una celebración de mis heridas
que nadie supo,
sólo el amor sangrando por mi espalda.
(¿?) |
X
Duino, dulce muchacho,
mi corazón es un lacio diamante
que no te otorgaré,
última gracia del jardín
en llamas,
cuando un día de agosto del setenta
y nueve,
las ciruelas enmudecieran
y los mirtos de la joven esposa
fuesen escarnecidos
hasta secar sus huesos diminutos.
Soy un fantasma interrogando
en un fervor de piedra pómez
que tapizaba los misterios
de este asolado mundo y, sin embargo,
espléndido en su seno.
No te daré mi corazón
cansado de tenerse sin caricia.
Al fin de mi viaje
la tarde resplandece desprovista
de otro sentido que no sea
luz.
El amorcillo me devuelve
las preguntas.
Sostiene el apropiado espejo
de quien se reconoce tras la muerte.
Acaso me sonríe o me saca
la lengua
porque su burla muestra la desdicha
de mi precario rostro
tras de morir amando
y no quería
prescindir de morir.
Me miro
en esa dama sosegada, piensa,
quizá,
que la pasión arrasa cuanto toca...
Oh, súbita erupción de un dios
infame:
un momento en su pecho ha rebosado,
fiera incisa un momento,
luego nada.
Al término, el viaje,
que fantasmal vagaba por Pompeya,
me descubre
la negación que, insisto, te regalo.
Llego al jardín a solas, tomo
el cuerpo que dejé como si el vuelo
fuera impune y volver situara
cada muerte en su impronta.
Regreso a mi jardín
donde el amor que floreció florece.
Soy una dama, Duino,
con un único amor después de muerta.
Amor que me ha esperado,
mi corazón es un lacio diamante
que no te otorgaré,
última gracia del jardín
en llamas,
cuando un día de agosto del setenta
y nueve,
las ciruelas enmudecieran
y los mirtos de la joven esposa
fuesen escarnecidos
hasta secar sus huesos diminutos.
Soy un fantasma interrogando
en un fervor de piedra pómez
que tapizaba los misterios
de este asolado mundo y, sin embargo,
espléndido en su seno.
No te daré mi corazón
cansado de tenerse sin caricia.
Al fin de mi viaje
la tarde resplandece desprovista
de otro sentido que no sea
luz.
El amorcillo me devuelve
las preguntas.
Sostiene el apropiado espejo
de quien se reconoce tras la muerte.
Acaso me sonríe o me saca
la lengua
porque su burla muestra la desdicha
de mi precario rostro
tras de morir amando
y no quería
prescindir de morir.
Me miro
en esa dama sosegada, piensa,
quizá,
que la pasión arrasa cuanto toca...
Oh, súbita erupción de un dios
infame:
un momento en su pecho ha rebosado,
fiera incisa un momento,
luego nada.
Al término, el viaje,
que fantasmal vagaba por Pompeya,
me descubre
la negación que, insisto, te regalo.
Llego al jardín a solas, tomo
el cuerpo que dejé como si el vuelo
fuera impune y volver situara
cada muerte en su impronta.
Regreso a mi jardín
donde el amor que floreció florece.
Soy una dama, Duino,
con un único amor después de muerta.
Amor que me ha esperado,
a quien espero en los rosales,
vieja mano adorada
en mi mejilla.
Al fin de mi viaje es el comienzo.
Al fin de mi viaje es el comienzo.
John William Waterhouse |
De su libro
Fantasmas y Cálamos
Aquí,
otros poemas
de María Antonia Ricas
"Mostrasi sì piacente a chi la mira"
"Rita Haywort juega a las damas chinas"
"Fantasmas en la villa"
__________________________
© Del
poema, María
Antonia Ricas
En caso
de reproducción, rogamos se cite la autoría.