Desiree Dolron |
El país de la lluvia
I.
Anochezco.
Corro a través de un bosque
de abedules dentados.
Los lobos fatigan mis talones.
No quiero decir que tuve
una hija,
conjugándola en tiempo pasado.
Los lobos se la llevan.
Y los dientes celosos
de los árboles.
El viento insiste en empujar
las cosas.
Si tu boca pudiera
detener el agua.
Si pudieran sujetarme
tus ojos.
Si las palabras
pudieran tocarse,
aunque dolieran.
Corro y no encuentro
un pliegue donde recostar
mi espalda.
II.
Golpée
a su puerta
con tus dientes de leche
en la cajita,
dormidos
sobre una cama suave
de algodón.
Le dije: “Haremos la muñeca”.
Saqué de mi bolsillo
los dos brillantes rescatados
para tus pupilas.
Las delicadas bolas
que duplicarían
tus ojos.
Le entregué
tu vestido blanco,
con etéreos volados de gasa
y cuello almidonado.
Tus zapatos con cordones
de seda.
Me senté
frente a la mesa del taller.
Murmuré:
“Tienes que venir a verla”.
Llovía como llueve
una última vez.
Me acompañó a casa,
guareciéndose bajo el ala
de los portales.
Yo no llevaba ni siquiera
mi sombrero.
El artesano se inclinó,
dibujando en su memoria
tu rostro ausente.
Observó
los reflejos apagados del sol
en tu cabello.
Midió cuidadosamente
tu estatura.
“Será de porcelana japonesa”,
declaró, alcanzándome un papel
arrugado.
En el papel,
un dios incomprensible
había anotado
las medidas y el precio
de mi desventura.
De su libro
Descartes en Holanda
Argentina, 2010.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
2ª Edición.
PVP 10 euros
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
|
En todo lugar
hay un precipicio para
los valientes
y una sombra para los
exhaustos
y un manantial
volcando su frialdad.
En todo amanecer
hay rocío para los
temblorosos
y luz para los amantes
y frías piedras y
salvajes pastos.
En todo anochecer
hay sosiego para los
tempestuosos
y liviandad para los
solitarios
y una roca para los
que yacen al final del camino.