Cuando
a finales de los ochenta, se procesó a Klaus Barbie, antiguo jefe de la
GESTAPO en Lyon, sus abogados (un congoleño, un argelino y un francés
de madre vietnamita) organizaron su defensa, intentando anular la
distinción entre “crímenes de guerra” y “crímenes contra la humanidad”.
Los primeros prescriben; los segundos, no.
Todas
las naciones han perpetrado crímenes durante las guerras en que
participaron. ¿Por qué se ha establecido un nuevo concepto jurídico para
juzgar los casos de genocidio? Nadie se ha planteado seriamente crear
un tribunal internacional para juzgar a los aliados por el bombardeo de
Dresde, Tokio o Berlín, pese a que murieron infinidad de civiles
inocentes. ¿Significa esto que hay víctimas de primer y segundo orden?
¿Acaso la atención prestada al Holocausto no obedece a la condición de
las víctimas? Si en vez de blancos y europeos hubieran sido negros y
africanos, ¿seguiríamos hablando de los crímenes del nazismo? Los
abogados de Klaus Barbie aseguraron que no. Esta línea de argumentación
no impidió que el antiguo oficial de las SS fuera condenado a reclusión
perpetua. Los revisionistas repitieron las tesis de la defensa,
protestando por la supuesta tolerancia con los crímenes de los países
democráticos.
Alain Finkielkraut publicó La memoria vana,
con la pretensión de refutar estas objeciones. En este pequeño ensayo,
afirmaba que se deben combatir los intentos de minimizar el horror de
los campos de exterminio. Los “crímenes de guerra” se cometen contra
adversarios políticos, a los que se tortura y asesina por sus actos. El
que se opone a una dictadura o a una ocupación extranjera, no ignora los
riesgos a los que se expone. Es un resistente y, si cae en manos de sus
enemigos, asume su destino. Siempre cabe la opción de responder a la
opresión con pasividad y conformismo. Los que se someten a un poder
ilegítimo, renuncian a su libertad y a sus derechos a cambio de su vida.
Sin embargo, las víctimas potenciales de los “crímenes contra la
humanidad”, no pueden hacer nada, pues no se les persigue por lo que
hacen, sino por lo que son. Se trata, por tanto, de delitos diferentes.
Esto no quiere decir que haya escalas en la abominación. Los muertos de
Berlín, Dresde o Tokio no son menos valiosos que los de Auschwitz,
Ruanda o Sabra y Chatila, pero esto no significa que sean iguales.
Aunque sean iguales en derechos, nunca serán iguales como víctimas.
Conviene preservar esta distinción jurídica, pues tal vez no haya otra
forma de evitar que se repita una utopía, donde la ignominia “ya no
pertenece a la escala de lo humano, sino a la escala de lo que está más
allá del hombre, a la altura del instrumento de laboratorio o de la
maquinaria industrial” (Max Picard, Hitler in uns selbst). El
espanto del régimen nazi no procede del abuso de poder, sino de la
normalización del crimen a través de las leyes y las instituciones. Al
convertir el delito en obligación cívica, la sociedad se transformó en
una gigantesca máquina de triturar seres humanos.
Günter
Anders utilizó argumentos parecidos en su carta abierta a Klaus
Eichmann. Escrita en 1963, Anders se dirige al hijo del responsable de
la mayor deportación de la historia, solidarizándose con su destino. Su
linaje no es más horrible que el del resto de la humanidad. “Todos somos
hijos de Eichmann”, afirma Anders. Todos descendemos del mismo
origen. Todos somos hijos de la misma época, de la misma sociedad, de un
mundo donde ha anidado lo “monstruoso”. Se ha utilizado muchas veces
este término, pero de una forma polivalente e imprecisa. Esta ambigüedad
no es casual. Lo monstruoso se resiste al concepto y a la definición.
Su misma naturaleza explica esta peculiaridad. Es un término que sólo
conviene a lo que escapa a la capacidad de representación del ser
humano. Ése es el caso del Holocausto, que por su magnitud e
idiosincrasia desborda cualquier forma de expresión. Cuando Eichmann
organizaba la deportación de miles de judíos europeos, no era capaz de
concebir el efecto final de una cadena de actos en la que él sólo era un
eslabón más. Su eficacia garantizaba la continuidad del proceso, pero
–en sí mismo- el proceso era irrepresentable. La producción industrial
de cadáveres es inconcebible. Se puede participar en ella, pero no
importa desde donde lo hagamos. Cerca o lejos, nunca podremos visualizar
el conjunto ni su repercusión. Esto no significa que Eichmann ignorara
lo que les esperaba a los deportados. Sólo quiere decir que, en el mundo
actual, los efectos de nuestro trabajo se han vuelto incomprensibles,
cuando sobrepasan un determinado umbral. Bajo el imperio de la
técnica, el mundo se ha oscurecido y el hombre se ha convertido en
siervo de una civilización incapaz de conmoverse ante seis millones de
víctimas. Semejante enormidad sólo puede producir una abstracción
ininteligible y ésta no inspira compasión.
Al
igual que otros camaradas de partido, Himmler se consideraba un
idealista. Detrás de sus terribles órdenes, que incluían el asesinato de
niños y enfermos, flotaba el ideal de una humanidad feliz, sin
divisiones ni lacras. Esa utopía justificaba la eliminación de todos los
obstáculos que impidieran su cumplimiento. Nos cuesta trabajo
aceptarlo, pero detrás de la furia homicida del nazismo se escondía la
promesa de un mundo perfecto, “un mundo –por utilizar la expresión de
Finkielkraut- maravillosamente simple”, sin espacio para la disidencia o
la incertidumbre. Esta idea produjo uno de los mayores horrores de la
historia, algo inaudito e impensable. Himmler, que fue uno de los
promotores de este proyecto, toleraba con dificultad el espanto de las
fosas repletas de cadáveres. No sabemos si padeció problemas de
conciencia, pero la orden de fusilar a todo el que se apropiara de los
bienes de las víctimas, sugiere que había algo en su interior que
luchaba por preservar su noción del bien. Cuando hacia el final de la
guerra, muestra algún signo de indulgencia, paralizando la deportación
de algunos cientos de judíos, manifiesta su incapacidad para comprender
la magnitud del Holocausto. El hombre que exaltaba el coraje de los SS,
capaces de conservar la decencia en medio de una avalancha de cadáveres,
cree que un gesto puede borrar la sangre derramada. Su forma de actuar
podría interpretarse como cinismo, pero parece más probable la hipótesis
de la ingenuidad y una estupidez teñida de malicia. La maquinaria de
los campos de exterminio ha arrojado una cifra tan desmesurada de
víctimas que todo lo sucedido parece irreal. Esos cuerpos con una
fina capa de piel adherida al hueso, ¿proceden de una humanidad
escarnecida o de un cuento inverosímil? ¿Acaso no parecen
espantapájaros, muñecos hechos de tela y alambre? A primera vista, la
reacción de Himmler puede parecer infantil, pero si la observamos con
más detenimiento, advertiremos la misma obscenidad que se repite en
Eichmann. Ambos hicieron “todo lo posible para alejar el peligro que
representa la intrusión fisiológica de la moral en la realización de su
programa”.
.
Eichmann
se refugió en las asépticas paredes de un despacho, limitándose a
realizar informes y a fijar horarios e itinerarios. Las pocas veces que
estuvo cerca de la sangre y los cuerpos calcinados, comprobó que su
estómago no soportaba el espectáculo. Lo cierto es que, ante la extrema
deshumanización del Lager, no existían reacciones adecuadas. Sólo
estupor y desconcierto, sentimientos que, por lo general, se traducían
en una pasmosa inactividad. Lo inconmensurable no puede suscitar
emociones apropiadas. No se puede compadecer a una multitud. Conviene
descartar, por otro lado, la idea de que el número de víctimas es una
cifra cerrada. Klaus Eichmann es “el número seis millones uno”. Tampoco él cierra la cuenta. El proceso no ha terminado. La
máquina de destruir seres humanos continúa funcionando. Nadie se ocupó
de pararla. Está ahí, engullendo a una humanidad que se ha convertido en
su alimento. El mundo actual no cesa de devorar a sus hijos,
suprimiendo aquellos fragmentos de realidad que se revelan inservibles
para su lógica inhumana. Todo lo que no se pliega a la
“co-maquinización” está de más. La movilización total exigida por Jünger
responde a esta filosofía. El hombre del futuro es el trabajador, una
figura donde se ha eliminado cualquier forma de individuación. La
dignidad del obrero metalúrgico o del soldado reside en su condición de
tipos. La idea de comunidad justifica la condena del individualismo.
El anonimato del campo de batalla o de la cadena de montaje expresa el
destino de una época. La excelencia no está asociada a la pervivencia de
nuestro nombre, sino a las hazañas colectivas que protagoniza una masa
indiferenciada.
El
“totalitarismo técnico” implica una idea de humanidad, donde cada hombre
sólo es una “pieza mecánica” de una gigantesca maquinaria. El tercer Reich
apenas fue un “experimento provinciano”, un “ensayo general” que
fracasó en su intento de institucionalizar el imperio de las máquinas.
Todos somos víctimas de este fenómeno, pero a todos nos corresponde
actuar como resistentes, esforzándonos en “rehumanizar” el mundo.
Anders invita a Klaus Eichmann a participar en esta tarea. Nadie
cuestiona su ausencia de culpa. No puede ser acusado de los crímenes de
su padre, pero su inocencia exige que repudie a su progenitor. La
deslealtad es virtud cuando las obligaciones filiales están referidas a
un criminal. Ese acto es necesario para atenuar el horror de una matanza
inconcebible. El Holocausto no es insoportable tan sólo porque haya sucedido, sino porque “el hecho de que una vez haya sido posible algo así es ya imborrable y se perpetúa como una posibilidad irrevocable”.
El gesto de rechazar a un padre genocida tiene un enorme valor. Un paso
de esta naturaleza mejoraría las expectativas de futuro, abriendo un
horizonte más esperanzador. Al romper con su origen, Klaus recuperaría
su dignidad y se ganaría el respeto de todos. “El día que supiéramos que hay un Eichmann menos,
ese día no sería para nosotros un día cualquiera. Pues ‘un Eichmann
menos’ no significaría para nosotros un hombre menos, sino un ser humano
más”.
El
hecho de que Eichmann no albergara sentimientos antisemitas no atenúa su
culpa, sino que la agrava, pues revela la esencia de un poder ejercido
indistintamente sobre judíos y gentiles. Esta ausencia de prejuicios corrobora las tesis de Hannah Arendt. El
nazismo no es una rama del totalitarismo, sino la expresión más acabada
de la esencia del poder. La necesidad de criminalizar a una parte de la
población responde a la necesidad de manifestar la fuerza del Estado.
La abominación de los judíos es un viejo prejuicio cristiano que reunía
las condiciones ideales para evidenciar la impotencia del individuo
frente al poder instituido. Los hornos crematorios tienen la elocuencia de las ejecuciones públicas de la Europa medieval. La carne maltratada de los reos recuerda la existencia de un poder sin otro horizonte que perpetuar su dominio. La biotecnología de los campos no es ingeniera genética, sino una política total que se ejerce sobre el cuerpo y el espíritu.
Al igual que Kertész o Jean Améry, Anders, que no ha vivido la
experiencia de la deportación, considera que Auschwitz no se debe
interpretar como la última estación de la infamia humana. Auschwitz no es el producto de una sociopatía colectiva, sino el síntoma más revelador del estado de nuestra cultura.
Eichmann intentó disculpar sus crímenes, invocando la obediencia
debida. Si en vez de ser funcionario del gobierno nazi, hubiera
pertenecido a la Administración de un país democrático, su gestión
habría sido perfectamente normal. El destino muchas veces se disfraza de
signo político y él no tuvo la suerte de ejercer su trabajo en un
estado de derecho. El problema, nos dice Anders, es que el
totalitarismo no acabó con Hitler o Mussolini. Bajo otras formas, sigue
impulsando el curso de la historia y todos le servimos con la fidelidad y buena conciencia que acompañó a Eichmann durante sus años al servicio del Reich. La sombra de Auschwitz aún sigue entenebreciendo nuestro presente y podría malograr nuestro porvenir.
ANDERS, G., Nosotros, los hijos de Eichmann: Carta abierta a Klaus Eichmann. Traducción de Vicente Gómez Ibáñez. Paidós, Barcelona, 2001.
RAFAEL NARBONA
Todas las colaboraciones de Rafael Narbona como crítico literario de El Cultural de El MUNDO en: http://www.elcultural.es
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