Juan Calero Rodríguez
(Cuba, 1952)
Pasajero sin
oficio
Yo debí ser un par de garras melladas
escabulléndose en los lechos de mares silenciosos.
T.S.Eliot
Siento
gritar la ciudad desde un mundo sin oídos. Aún pago alquiler por estas calles.
Dentro
hay un extranjero que batalla mientras impacienta la muerte a vivir sin más
harapos los días de otros.
Cada
cual tiene su tiempo, su estancia, su huella, súbdito de dioses. A fin de
bendecir el mundo.
Contra
el tiempo no valen compresas de lava ni sismos donde se violen trampas de
colores más brillantes.
El
tiempo anda hirviendo en sus calderas de hierro, la vida es una raza que se
extingue.
Somos
este siglo de esperma sin que llueva polvo al paso de los cometas.
He
pasado agosto por todas partes zurciendo precipicios, perdido, por alguna grada,
desde
entonces septiembre sabe a fin de vacaciones y cocino mis propios viernes.
Venderse
como emigrante resulta más barato que prófugo, ser cómplice y asesino a la vez.
La
ciudad muestra todas las máscaras, no regala ni el viento de algunos segundos.
Las
calles han perdido sus nombres. Ahora tienen un número colgado al cuello, alineadas
fríamente.
Esta
esquina trae la muerte de cuatro compañeros y una muchacha.
Frente
al cine se reúnen otros amigos, nadie me conoce.
Nunca
he rezado en altares de dioses, jamás fiestas de dioses, siempre ajeno a una
guitarra.
Converso
con cuadernos llenos de vergüenza por sus poemas, las integrales no me han
resuelto ninguna dificultad.
Ni
reflectores ni cámaras han jugado la exclusividad de verme -vencedor- de
gladiadores enemigos.
Acorralado
por los días he tenido vicios, lo confieso, como confieso aquí mi testimonio,
mi sangrar. El lóbulo convexo de un ojo.
La
ciudad se destierra con un balazo. Cientos de hambres deambulan oxidándose en
busca de una lengua herrumbrosa.
Mi
lengua es la escoria de cada pecado intacto y yo como un desastrado más reduciéndome,
un mediocre casi moribundo.
Lenta, fríamente, cual gota de suero, la soledad desgarra. Nos aniquila
plácidamente.
Todos
los dioses tienen un hijo bastardo. Soy ese, sin dios.
Me
descalabro. Caigo por este despeñadero árido.
Detesto
el olor a sangre y la llevo caliente, comprime el cansancio entre la cintura y
el pavimento.
Caigo
entre materiales de desecho, erosiones del ocaso sostenido por profundidades no
obstante exijo de mis pulmones, de mis propias fermentaciones y arranco cada
ventosa prófuga de llagas por el manoseo, por las dudas, por el hombre.
Doy
miedo. Siento náuseas, deliro, jadeo, vomito buches de ansiedades.
Huelo
a la porquería de mi vientre, las uñas se derriten, ahoga tanto la impotencia, la
fiebre hace flotar.
La
mugre nos mantiene húmedos. Miro durante un largo episodio. Hago rechazo, extraviado,
entre tanto espacio cada vez más lejos.
Esta
no es la muerte. Esta no es mi muerte.
Me
repugno. Este cuerpo es una gota de pus maloliente, apenas un gemido sediento
de locura.
Tengo
que matar este venado. Se come las lilas.
Endurece
las venas. Intoxica. Engulle el aliento, no necesita espátula, aceite, ni óleo
donde
hacer espuma la nostalgia de otras tardes.
Esconde
la vergüenza por los confines de las viejas estaciones.
Hacer
el amor es descargar el inodoro. Si no mato este venado se come las lilas.
Pido
permiso para cruzar este celaje desnudo entre palabras, huir a la certidumbre
por fulminantes navíos, herrajes de silencio y resumen.
Pido
permiso por amaneceres amontonados entre generaciones salvadoras en jornadas
festivas.
Soy
ese hombre acorralado por la ciudad acorralada. No teman por mi proceder, el
azar es un perro que todos llevamos dentro sin domesticar y sólo falta un
chasquido de dedos para que huya despavorido.
Y
me digo yo, Juan sin oficio, mediocre por leyes de dioses, adoradores de ídolos,
pasajero diario de este útero de Tierra por no asistir a otra empresa, mediocre
de qué, hay que comenzar de nuevo, cada jornada un párrafo, la página perdida.
Me
sacudo de ruinas, muerdo venas para no gritar, escarbo recuerdos a puñados hasta
sanar lo que escribo y limpio de toda luminosidad salgo de entre las palabras. Renazco.
Vuelvo
a contemplarme acosa el hambre pero aún me sostiene la luz.
Conservo
un susurro fatigado, me desnuda de viejas maderas.
Yo,
un ansioso de la suerte por enésima vez abro los párpados para buscarme detrás
de los ojos, sentir un desgarro, una evidencia, esta lengua arrastra un atroz
apetito.
Voy
acercándome a la rabia, cruzo la línea inflexible del horizonte y salgo por el
proscenio.
Otros
poemas de Juan Calero Rodríguez
Grandes Obras de
El Toro de Barro
Neus Aguado, "Intimidad de la fiebre” Col. «La piedra que habla» Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed. Tarancón de Cuenca, 2005
PVP 10 euros.
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