Carlos
Morales del Coso
(España,
1959)
Las bañistas del viejo calendario
Nadie sabe qué
acontece en esa casa del final de la calle, en la que nunca se apagan ni se
encienden los faroles rojos ni se limpia de maleza los rosales viejos que en
otro tiempo lucían al amanecer, ni siquiera los borrachos se aventuran a buscar
cobijo en sus habitaciones cuando el frío se abalanza sobre sus gabanes sucios, sólo los gatos se atreven a seguir el
rastro de los pajarillos que sus dientes afilados atrapan con ternura al
atardecer, como si los besaran, o los viejos cansados que en el aire se apoyan y
atraviesan temblorosos los cristales rotos a pedradas de los ventanales para
ocupar su lugar entre los muertos que bailan elegantes en el antiguo salón,
como si fueran las pavesas de esa chimenea que ya ninguna mano enciende ni hace
murmurar cuando los lobos de la noche se despiertan. Más yo sé que no siempre
fue así.
Hubo
un tiempo en que el sol atravesaba con sus primeras lanzas las cancelas de la
casa y bordaba en las umbrías del aire la gozosa algarabía del polvo que, con
sus mandiles limpios, aquella mujer de blanca cabellera levantaba de las mesas
de madera oscura sobre las que, entre cuartillos de vino, no tardarían los
viejos en apoyar los codos de su melancolía y jugarse a las cartas los pocos himnos
de la juventud que apenas les dejaron saborear los abruptos tambores de una
guerra que nunca concluyó. La señora Cándida iba y venía entonces por entre las
mesas con las bandejas llenas vino enteco y somatenes viejos como si arrastrara su lánguida viudez bajo su vestido negro, el semblante pálido, el temblor
maduro de un cuerpo que ya nadie
perseguía bajo la madrugada, y eso pelo ondulante y blanco que parecía el
plumón suavísimo de los polluelos de las águilas reales. Iba tan absorta en su
felicidad remota que no se percataba del muchacho de nariz aguileña que, al atardecer,
atravesaba al son de sus camperas manchadas de barro la puerta de aquella humilde
taberna de la que vivía, y se sentaba cerca de la vieja estufa de carbón de
pobre mientras crepitaba el puchero de café macizo que la Señora ponía a
calentar para los últimos borrachos silenciosos que la visitaban con las mismas
manos con que blandía diligente el estropajo con que abrillantaba los ojos del
muchacho aquél y el tosco cencerro que, como un corazón, lucía colgado del
pecho, y que en silencio cantaba cuando la veía pasar con su falda ondulante como
pasan las dunas tras el silbo del viento, quebrando los címbalos rugientes de
su cintura adolescente y la amorosa flauta con que acercaba el cielo.
Un
día de Reyes de hace demasiados años aquella mujer triste colgó al lado de una
de las ventanas de su tasca un calendario antiguo cuyos días colgaban como
minúsculos globos de colores de la fotografía de un lienzo olvidado. Era tan
hermoso, que el joven y los viejos dejaron de mirar los días y se olvidaron de
contar el tiempo, y los muertos dejaron de abrir inesperadamente la ventana por
la que entraba la luz de la mañana. El cuadro del calendario se convirtió así,
de pronto, en la única ventana por la que
se veía el mundo. Dentro del lienzo corría un río de aguas serenisimas con
ninfeas en las que se bañaban unas jóvenes muchachas de espaldas fibrosas y
ondulantes y cabellos deliciosamente recogidos. Todos se acercaban con un chato
de vino a contemplar su risa, y a escuchar de cerca el rumor que dejaban las ajorcas
que abrazaban sus tobillos como si fueran alas de pájaros dorados. Sus pequeños
pechos caían lentamente hacia lo alto, como las ubres de la Sulamita que corría
enfebrecida entre las muchachas morenas de Jerusalén, danzando por los campos,
y buscando entre las flores de los huertos la boca de su amado Salomón, la higuera en
cuya sombra le hacía enloquecer de amor entre sus piernas al son de los
tambores y de su joven flauta. Entonces las muchachas se empinaban hacia el aire,
sobre los montes, para besar las nubes y pintarlas con la sangre del atardecer,
y luego se dejaban caer, bulliciosas y valientes, oh las jóvenes muchachas,
sobre los riachuelos del alma para esconder en su barro las sandalias perdidas
de mi juventud, las abarcas humildes del muchacho que sólo las miraba y creció
entre los corderos. Así no había Dios que pudiera contar el tiempo. Y mientras,
la Señora Cándida iba por aquí y por allá, como si flotara, bailando en secreto
con el mismo viejo amor de hombros anchos que le quitó la Guerra, cuando amar
aún era posible bajo el cielo.
Hoy,
unos viejos albañiles han abierto con sus picos el hueco que antaño ocupó la
puerta gris. Nada quedaba ya de su calor lejano. Sólo piedras en la que arrodillarse
y toneladas de polvo en las bombillas. He visto entonces al muchacho antiguo
atravesar las sombras con un poco de pudor y detenerse al cabo frente al viejo
calendario del que poco se ve que no sea sino esa mancha oscura que dejara en la pared sin alma. Y
el hombre ha acercado su mano a donde estaba el río de las jóvenes bañistas, ha
rozado su risa con sus dedos transparentes, las ha visto fluir, iluminar lo
oscuro, ha peinado sus cabellos mojados y con sus labios secos ha besado sus salados territorios negros, entonces unos ojos han mirado sus ojos, unos ojos han
besado sus ojos desde la pared, y sus ojos temblorosos se han arrancado a reír y a derramarse
luego, pues algo le decía en los oídos que había llegado la hora de apagar la luz en la casa de los versos olvidados donde nadie te llama, ni te
busca, ni te espera.
El Toro de Barro
Carlos Morales, "Coexistencia (Antología de poesía israelí –árabe y hebrea– contemporánea” Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed. Tarancón de Cuenca, 2002. PVP 10 euros. |
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