Alicia Es. Martínez Juan
(España, 1973)
Poema del poema muerto
Hoy ha muerto un poema en la encrucijada.
Lo vi esperar la muerte toda la mañana,
inmóvil, arrimado a la esquina del edificio
bajo la catedral borrada por el tiempo
o por los servicios municipales de limpieza,
ignorante de su propio destino.
Respiraba cada vez más despacio,
con el cuello vuelto
por un golpe en la cabeza,
medio cerebro al aire:
herida de exhibición urbana.
Hubo gentes piadosas
que tendían una mirada, hasta una caricia.
Gentes prácticas que certificaban la muerte
con una patada lejana.
Todos seguían su camino ante lo inevitable.
Alguien lo cobijó algo más contra la pared
para evitar que le atropellaran los repartidores de sonrisas.
Y él quedó así, desmadejado.
Nadie le dio el tiro de gracia.
Siguió muriendo
lento
mi poema.
Escribo sobre la tumba estética del poema
para no perder la conciencia de mi vida,
arrimada a la pared, tal vez también,
por un transeúnte piadoso.
¿Qué hace, entonces, la poeta
frente al poema desprovisto ya de azar,
la cabeza, torneada de azul,
escondida bajo las alas?
La poeta se detiene,
se acerca,
se quita los guantes
como para coger entre sus manos al despojado.
Lo mira, mira a su alrededor:
cree ser la única que lo ha visto,
y levanta el rostro.
Ya los ojos
ónice.
Sigue su camino.
Se detiene de nuevo,
regresa sobre sus pasos,
se queda inmóvil al otro canto de la esquina,
equidistante del poema.
¿Espera ella también su final,
la cabeza hendida?
¿Quedarán allí ambos cadáveres
hasta que el servicio de recogida de poemas muertos
los lleve al basurero o a la fábrica de piensos?
No. La poeta escribirá una paloma.
Y se irá, como todos.
Lo vi esperar la muerte toda la mañana,
inmóvil, arrimado a la esquina del edificio
bajo la catedral borrada por el tiempo
o por los servicios municipales de limpieza,
ignorante de su propio destino.
Respiraba cada vez más despacio,
con el cuello vuelto
por un golpe en la cabeza,
medio cerebro al aire:
herida de exhibición urbana.
Hubo gentes piadosas
que tendían una mirada, hasta una caricia.
Gentes prácticas que certificaban la muerte
con una patada lejana.
Todos seguían su camino ante lo inevitable.
Alguien lo cobijó algo más contra la pared
para evitar que le atropellaran los repartidores de sonrisas.
Y él quedó así, desmadejado.
Nadie le dio el tiro de gracia.
Siguió muriendo
lento
mi poema.
Escribo sobre la tumba estética del poema
para no perder la conciencia de mi vida,
arrimada a la pared, tal vez también,
por un transeúnte piadoso.
¿Qué hace, entonces, la poeta
frente al poema desprovisto ya de azar,
la cabeza, torneada de azul,
escondida bajo las alas?
La poeta se detiene,
se acerca,
se quita los guantes
como para coger entre sus manos al despojado.
Lo mira, mira a su alrededor:
cree ser la única que lo ha visto,
y levanta el rostro.
Ya los ojos
ónice.
Sigue su camino.
Se detiene de nuevo,
regresa sobre sus pasos,
se queda inmóvil al otro canto de la esquina,
equidistante del poema.
¿Espera ella también su final,
la cabeza hendida?
¿Quedarán allí ambos cadáveres
hasta que el servicio de recogida de poemas muertos
los lleve al basurero o a la fábrica de piensos?
No. La poeta escribirá una paloma.
Y se irá, como todos.
De su libro No se
le miran las bragas a la muerte,
(Cantos del
Des), ed. Celya 2013
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros. Pedidos a: edicioneseltorodebarro@yahoo.es |
Yo, que he sobrevivido a cien lanzas
y he hecho temblar el vientre
del desierto con uno solo de mis carros,
perdí ante tus ojos mi última batalla.
Ser cobarde en amor equivale a estar muerto.
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