martes, 5 de agosto de 2014

«El infierno total», de Juan Pablo Roa


Juan Pablo Roa
(Colombia, 1967)
El incendio total




Para Alejandro Gómez-Franco

Yo fui el guardián de la sustancia para la resurrección
José Lezama Lima



I


Voces de nuevo incendiadas se dilatan bajo el único duelo de la tarde. Más allá de la calma, de la luz sobre la luz, una mano de sangre conocida te saluda.

Recuerdas: bajo el cielo la misma claridad de octubre.

Saltas árbol adentro lejos de las sombras del día. Savia adentro de la savia todas las voces recuerdan la canción opulenta de tu padre;
saltas en el torrente de historias conocidas aun antes de nacer, en medio de felinos y árboles que se abrazan con la mano entre las manos;
saltas desde la raíz de la aorta, desde el tronco de tus meses sin más saludo que un adiós en medio de las aguas.

Recuerdas: otoño tras otoño te has convertido en una larga sucesión de despedidas.

Voces de nuevo atravesadas por la luz te devuelven al verano donde el mar se dilata bajo el único duelo de la tarde, cuando las sombras del único árbol nos dejan huérfanos de tiempo. Hechos libres, el árbol nos ignora desde lo más azul de los abismos.


II

¿En qué reflejo escapas de tu carne? ¿Bajo qué azul persigues esa sangre que disipa las sombras? Ya lo sabes: hechos libres el árbol nos ignora desde lo más alto del azul.

Otoño tras otoño te has convertido en una mano que despide. Ahora todo sucede en sueños, en paisajes que alguna vez llevaron hacia paisajes más felices.
Llega la estación de la nieve y tu palabra regresa al verano, lejos del extranjero vestido a la moda de una capital en ruinas.
Nunca abandonaste la orilla del verano: su piscina elemental de accidentes vegetales sigue siendo tu extensión más lejana del silencio, donde aprendiste a seguir al viento y lo que trae dentro. Sigues aún en la claridad de las olas, el pie sostenido en el elemento mineral de la orilla, la mejilla hinchada por el agua del estanque.

¿Qué agua devuelve tu reflejo, lejos de la carne y la fogata, en medio de una arena inmune a la canción del plenilunio?



III

No la carne ni la fogata en medio de la arena, sino el lento aleteo de las voces de nuevo recordadas: el incendio de palabras que el niño escucha al borde de las aguas recuerda al verano como una estación invencible en su luz. En sus ídolos de fuego al final de la tarde, bajo la sombra suspendida del muchacho al borde de las aguas, una mano te saluda desde la intimidad de la neblina.

Ahora que las voces brotan de un olvidado incendio de palabras, vuelves con tu cuerpo sobre el fondo invisible de la noche: el pie sostenido encima del elemento mineral de la orilla, la mejilla hinchada por el espejo del estanque.

Regresas al cuerpo del oleaje ya sin barcas: sólo la brazada limpia del extranjero, desnudo en su gesto de viajero.

No la carne ni la fiesta, sino el atento pastoreo de tus manos, el repetirse insistente de ademanes de tu padre al fin ausente, cuando las sombras del único árbol nos dejan libres al fin de la infancia. Hechos libres, el árbol nos ignora con la vastedad del abismo de las aguas.



IV

Voz que clama la sombra de la sangre, tú que nos ignoras con la vastedad del azul, dime en qué corrientes prohibidas de la carne está el deseo que nos mueve. ¿Dónde la risa extranjera que nos guía con paso firme como quien sube antiguas escaleras?

Voz parsimoniosa y lejana del tranvía, tú que me enseñaste otros dioses, otras ciudades más brillantes que la madre, estrecha el árbol a mis manos, dame la corteza que crece bajo el concierto de la lluvia, que atrae en la misma rama al vuelo y al felino.




V

Despides los cristales de la noche desde otra orilla con el cuerpo en el fondo de la noche: la memoria arde por el recuerdo del río, de las voces de nuevo visitadas.
Vuelves por una respuesta, pero eres cuerpo ausente, respuesta centelleante de las aguas oscuras al borde de una antigua brazada mineral. Pero ya lo sabes:
son los cuerpos cansados que siguen pidiendo agua en lugar de cuerpos y manos repetidas en el gesto;
es el otoño que empieza a preparar sus instrumentos, el aire fresco de las lluvias, la fatigada brisa sobre los pedruscos de la calle,

es la infancia poblada de árboles y felinos a lo largo de una noche apaciguada, sin navíos, sin despedidas, lejos de los cantos luctuosos del invierno.



Sébastien Goupillot

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"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci






















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