Antología de la poesía mexicana contemporánea
Jorge Fernández Granados
(1965)
Retrato con risa y con espectro
1. El alba
Mester de manzanilla, lo
más. Queda esa flor, su suave ombligo, meñique en la multitud del matorral.
Bebo manzanilla para soñar el sol. Ese sol que la parió breve y levitada, un
sol que mi abuela vio en el racimo de sus tallos y me lo untó después, aún con
el hervor de la blancura. Era muy pequeño aún para entender los trapos de la
fe. Muy torpe para abarcar la mirada de esmeros de mi abuela. Sus plasmas. El
sol de polvo en el centro de una flor.
*
Durmieron en sus ojos
después tinieblas blancas, en un carnaval de fantasmas apurados por el señuelo
de la cena. Mi abuela quería curar con manzanilla. Ella sola y su oración. Nombre sea de Dios. Así, su trago de fuerza
arrodillada como el conjuro y noviembre y la madera. Remota rabia y pregunta.
No sé. Su voz contra la noche, el agua humeante y el remedio. Monte de
manzanilla, con peces de amargura y un dios de parafina.
*
Creo que la manzanilla
no me curó, pero algo aquel responso sin promesa. Ni salvarse de esta plaga de
desdichas enterradas en el cuerpo, abuela, puro dolor inútil y animal y pozo.
Entrañas los años. Carbón. Qué pasto de dolor, nacido de no sé qué abajo, qué
empecinada piedra. Miro tu tumba ahora y pienso dónde estarán tus ojos ya
disueltos. Polvo. O se desparraman limpios en esa verdad de tallos. Serán
también madera y ni qué fe, qué flores faltan. Verán por fin el prado de eterna
manzanilla. Dónde te devolveré algún día los guijarros de la soledad y la
astilla de humo del amor.
2. La mañana
Yo también soñé despacio los caballos de la muerte. Pocos años. La ventana. El vértigo de la claridad que remaba el lumbar de la mañana. Los veranos. Era hermoso el mundo. Era extraño. Mi piel, mi lápida se deshacía y me cubrió un musgo demacrado y cicatrices. Recuerdo el canto de un pájaro tras la ventana mientras el tiempo rodaba cuesta abajo como un terrón en la barranca. Había una sombra blanca sobre la cama. Largos hilos de una mano gigantesca.
*
Todo ardía. Tres
toronjas. Al fondo esa ventana con ventana. Atrapada transparencia (harapos). Y
el corazón peleaba por esa pinza de células y días. Pequeña furia roja. Su
guerra siempre demasiado inútil. Jaulas. Dónde en uno pesa el centro de la
tierra. Cuánta luz cayendo desde el cielo. Era más grande el galope de los
caballos del valium que el racimo de un minuto de latidos. Úlceras en el cielo.
Sulfato. Alúmbranos. Árbol de luciérnagas las manos. Sólo en el horizonte la
muralla. La gran muralla blanca.
*
Dormí por varios días un
largo sueño sin recuerdos. Cuando me despertaron volví a mirar largos pasillos,
algodones, tubos, pasos, otra luz helada y esas manos gigantescas. Fueron esas
manos gigantescas. Algo dentro de mí se hizo barro en esas manos, pez en esas
redes. Sea. El otro se fue. Era hermoso el mundo. Era extraño.
*
Porque la vimos hace
años. Dejo entrar a esa sombra en el armario. Corro las cortinas y la espío. Su
aroma está en la ropa, en la madera quejumbrosa de las puertas. Andan sus pasos
por la casa, predadora. Su raro mecanismo se afina en los engranes de una caja.
En el patio, después, varias hormigas llevan, sobre una rama de tulipán, su
morena mímica cursiva. Bebe el agualisa de los espejos cuando la tarde llueve y
habla en un monólogo de puertas y lentos laúdes.
*
Sin embargo no la veo.
No logro con mi pobre cacería darle forma. Sólo la escucho avanzar sobre la
alfombra. La pienso con los dedos. Toco su nariz al fondo de los cajones
cuando, a oscuras, busco algún objeto pequeño y olvidado. Fumo la malamiel
caldeada de sus hojas. Al caer la tarde, el último aguijón de sol dibuja sobre
mi cama el índice de su mano derecha.
*
Su silueta está debajo
del tapiz, difusa. La vimos hace años. Era una mancha blanca que apareció
detrás de mi retrato. Una silueta sobre la pared. Nos miraba con fijeza. El
niño de la foto tenía siete años. Años en medio de un óvalo de terciopelo
verde. La retratista retocó a lápiz las pestañas y los dientes, atrucó la
sonrisa desganada que, a pesar de sus fabricios, no pudo conjurar la sombra
blanca que impregnó la pared tiempo más tarde. Porque la vimos hace años.
Sabemos que sigue ahí, pensando, debajo del papel con flores.
3. El crepúsculo
Tarde. Domingo. Carretera. Crujían maderas en la simetría morada de la casa. Hablaban de otro repicante abril que pasa, otra lentitud y carretera. Hospitales. Vigilaba con su altura encolumnada el zincolote (torre de maíz que empala su guardia gallinera) a las caravanas en la tierra del jardín con pensamientos. Y el aspa de los cuervos. Domingo. Tarde. Carretera.
*
Pisadas saturnales y un
horizonte veloz de gasolina. Al final de la bajada un árbol de barnizados
higos. Espatularia tarde de mosaicos arrugados. Perales replicantes a una luna
de pálidos pichones. Catarinas. Congelada tarde en las pestañas de una
bailarina laca para Elisa y en su
resfriado el cielo como rambla de ventiscas. Arriba aleros de teja de aceituna
piel llovida, con cicatrices de nidos. Un cielo de numerales golondrinas.
*
Tus vulnerables fábulas.
Un cajón con humo. Nada. Digamos que no importa. Ya no importa. Que son catorce
pasos para arriba y catorce pasos para abajo. Vicisitud de medicinas. No más
recuerdos. Sólo los vidrios del anochecido pelo, tu camino por el hilo de este
frío. No tu milpa, no tu azúcar, no tu cielo, sino el mismo amargo estar del
hilo, lo metal, lo enmedio, lo perdido. Y pésate sin qué, sin más, sin escribo.
Un bórranos –pensaste. Y el silencio. Los silencios. Atrás tu sombra blanca, tu
limón, tu frío.
4. La noche
Cruzar la noche para buscarte. Nadar las sombras y los ecos, circulares chispas, población de apuros. Sin memorizarte nunca (andamios, mordeduras, toldos). Ir a la angular centuria de tus pasos solo, con la empezada risa de un tirón de cielos. Llenar la estancia del naciente abajo de una asfaltada fe con fábulas o persistentes, animales miedos. Avanzar por el revés con tuercas avanzar y una moneda de aire entre los dedos. La miserable maravilla de tu modo. Pesado de otro ir, de otro pasar en la piramidal resina de lo oscuro. Llegar a ti. Tejido con humor, en un botón del cuello.
*
Y ya era como después la
manzanilla, inmensurable suma del amor o persuasiva rareza, templo por el que
busca el sol sobre los campos, su roto nombre de centrada fecha. Ya luego ser
como el renglón resaca, estela, babel de alarma y aletazo.
*
Probar que sí, rodando.
Otra silva, otra soltura, otro segar en un probable aparte. Aparecer, el pie
con cepillados pasos bajo las ruinas de la noche, especie de traspié o
equilibrante pulso, descomenzar también (bajo las ruinas), subir, saber que lo
esperado piensa y lo despierto sopla (de la noche) con una levedad mutante y
atraviesa de súbito a su umbral serpiente el laberinto (de piedra entonces
piedra abierta piedra).
*
O luz. Aprisa. La
espiral. El ángel. Arrugado rumor que dora el hilo de un pasaje de piedra bajo
las ruinas de la noche. Y el primer sueño de la nieve. Ir a tu encuentro por
camino oscuro, recordar tal vez bajo tus pies el templo.
Coda
Si pudiera contar las
astillas de cristal que duermen sus edades de lágrima en los ojos o soldar el
calcio de la fractura más iridiscente del alma buscando en una gota de lluvia
los signos que la memoria extravió. Decirte que navego, que hay lugares donde
mis ojos son el vestigio soñoliento de otro exilio, que he buscado alzar mi
copa hasta los cielos para celebrar a un dios de labios duros. Ahora que el
dolor es un recuerdo, esa voz de arena de los ángeles que habitan los desiertos
o las sábanas. Sólo tuvimos a bien ser siervos de un fatigado sol de
manzanilla. Lo que pasa y lo que alumbra, abuela, el peso de una piedra entre
las manos, la herida que nos hace transparentes.
De su libro
El cristal
(2000)
El Toro de Barro
Clara Janés, "Huellas sobre una
corteza".
Col «Cuadernos del Mediterráneo»,
Carlos Morales Ed., Ed. El Toro de Barro,
Tarancón de Cuenca 2004. |
El Toro de Barro |
Hermosa elegía para memorar al femenino ancestro...
ResponderEliminarUn abrazo.
LA
Es muy hermoso, una muy bella manera de dejar salir lo que se siente en esa cascada de recuerdos.
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