sábado, 13 de octubre de 2012

«Retrato con sonrisa y espectro», de Jorge Fernández Granados


 

Antología de la poesía mexicana contemporánea 

Jorge Fernández Granados
(1965)
Retrato con risa y con espectro



1. El alba

 
Mester de manzanilla, lo más. Queda esa flor, su suave ombligo, meñique en la multitud del matorral. Bebo manzanilla para soñar el sol. Ese sol que la parió breve y levitada, un sol que mi abuela vio en el racimo de sus tallos y me lo untó después, aún con el hervor de la blancura. Era muy pequeño aún para entender los trapos de la fe. Muy torpe para abarcar la mirada de esmeros de mi abuela. Sus plasmas. El sol de polvo en el centro de una flor.

 
*

Durmieron en sus ojos después tinieblas blancas, en un carnaval de fantasmas apurados por el señuelo de la cena. Mi abuela quería curar con manzanilla. Ella sola y su oración. Nombre sea de Dios. Así, su trago de fuerza arrodillada como el conjuro y noviembre y la madera. Remota rabia y pregunta. No sé. Su voz contra la noche, el agua humeante y el remedio. Monte de manzanilla, con peces de amargura y un dios de parafina.

*



Creo que la manzanilla no me curó, pero algo aquel responso sin promesa. Ni salvarse de esta plaga de desdichas enterradas en el cuerpo, abuela, puro dolor inútil y animal y pozo. Entrañas los años. Carbón. Qué pasto de dolor, nacido de no sé qué abajo, qué empecinada piedra. Miro tu tumba ahora y pienso dónde estarán tus ojos ya disueltos. Polvo. O se desparraman limpios en esa verdad de tallos. Serán también madera y ni qué fe, qué flores faltan. Verán por fin el prado de eterna manzanilla. Dónde te devolveré algún día los guijarros de la soledad y la astilla de humo del amor.
 


2. La mañana


Yo también soñé despacio los caballos de la muerte. Pocos años. La ventana. El vértigo de la claridad que remaba el lumbar de la mañana. Los veranos. Era hermoso el mundo. Era extraño. Mi piel, mi lápida se deshacía y me cubrió un musgo demacrado y cicatrices. Recuerdo el canto de un pájaro tras la ventana mientras el tiempo rodaba cuesta abajo como un terrón en la barranca. Había una sombra blanca sobre la cama. Largos hilos de una mano gigantesca. 

*

Todo ardía. Tres toronjas. Al fondo esa ventana con ventana. Atrapada transparencia (harapos). Y el corazón peleaba por esa pinza de células y días. Pequeña furia roja. Su guerra siempre demasiado inútil. Jaulas. Dónde en uno pesa el centro de la tierra. Cuánta luz cayendo desde el cielo. Era más grande el galope de los caballos del valium que el racimo de un minuto de latidos. Úlceras en el cielo. Sulfato. Alúmbranos. Árbol de luciérnagas las manos. Sólo en el horizonte la muralla. La gran muralla blanca.

*

Dormí por varios días un largo sueño sin recuerdos. Cuando me despertaron volví a mirar largos pasillos, algodones, tubos, pasos, otra luz helada y esas manos gigantescas. Fueron esas manos gigantescas. Algo dentro de mí se hizo barro en esas manos, pez en esas redes. Sea. El otro se fue. Era hermoso el mundo. Era extraño.

*

Porque la vimos hace años. Dejo entrar a esa sombra en el armario. Corro las cortinas y la espío. Su aroma está en la ropa, en la madera quejumbrosa de las puertas. Andan sus pasos por la casa, predadora. Su raro mecanismo se afina en los engranes de una caja. En el patio, después, varias hormigas llevan, sobre una rama de tulipán, su morena mímica cursiva. Bebe el agualisa de los espejos cuando la tarde llueve y habla en un monólogo de puertas y lentos laúdes.

*

Sin embargo no la veo. No logro con mi pobre cacería darle forma. Sólo la escucho avanzar sobre la alfombra. La pienso con los dedos. Toco su nariz al fondo de los cajones cuando, a oscuras, busco algún objeto pequeño y olvidado. Fumo la malamiel caldeada de sus hojas. Al caer la tarde, el último aguijón de sol dibuja sobre mi cama el índice de su mano derecha.

*

Su silueta está debajo del tapiz, difusa. La vimos hace años. Era una mancha blanca que apareció detrás de mi retrato. Una silueta sobre la pared. Nos miraba con fijeza. El niño de la foto tenía siete años. Años en medio de un óvalo de terciopelo verde. La retratista retocó a lápiz las pestañas y los dientes, atrucó la sonrisa desganada que, a pesar de sus fabricios, no pudo conjurar la sombra blanca que impregnó la pared tiempo más tarde. Porque la vimos hace años. Sabemos que sigue ahí, pensando, debajo del papel con flores.
 


3. El crepúsculo
  

Tarde. Domingo. Carretera. Crujían maderas en la simetría morada de la casa. Hablaban de otro repicante abril que pasa, otra lentitud y carretera. Hospitales. Vigilaba con su altura encolumnada el zincolote (torre de maíz que empala su guardia gallinera) a las caravanas en la tierra del jardín con pensamientos. Y el aspa de los cuervos. Domingo. Tarde. Carretera.

*

Pisadas saturnales y un horizonte veloz de gasolina. Al final de la bajada un árbol de barnizados higos. Espatularia tarde de mosaicos arrugados. Perales replicantes a una luna de pálidos pichones. Catarinas. Congelada tarde en las pestañas de una bailarina laca para Elisa y en su resfriado el cielo como rambla de ventiscas. Arriba aleros de teja de aceituna piel llovida, con cicatrices de nidos. Un cielo de numerales golondrinas.

*

Tus vulnerables fábulas. Un cajón con humo. Nada. Digamos que no importa. Ya no importa. Que son catorce pasos para arriba y catorce pasos para abajo. Vicisitud de medicinas. No más recuerdos. Sólo los vidrios del anochecido pelo, tu camino por el hilo de este frío. No tu milpa, no tu azúcar, no tu cielo, sino el mismo amargo estar del hilo, lo metal, lo enmedio, lo perdido. Y pésate sin qué, sin más, sin escribo. Un bórranos –pensaste. Y el silencio. Los silencios. Atrás tu sombra blanca, tu limón, tu frío.

 

4. La noche


Cruzar la noche para buscarte. Nadar las sombras y los ecos, circulares chispas, población de apuros. Sin memorizarte nunca (andamios, mordeduras, toldos). Ir a la angular centuria de tus pasos solo, con la empezada risa de un tirón de cielos. Llenar la estancia del naciente abajo de una asfaltada fe con fábulas o persistentes, animales miedos. Avanzar por el revés con tuercas avanzar y una moneda de aire entre los dedos. La miserable maravilla de tu modo. Pesado de otro ir, de otro pasar en la piramidal resina de lo oscuro. Llegar a ti. Tejido con humor, en un botón del cuello.

*

Y ya era como después la manzanilla, inmensurable suma del amor o persuasiva rareza, templo por el que busca el sol sobre los campos, su roto nombre de centrada fecha. Ya luego ser como el renglón resaca, estela, babel de alarma y aletazo.

*

Probar que sí, rodando. Otra silva, otra soltura, otro segar en un probable aparte. Aparecer, el pie con cepillados pasos bajo las ruinas de la noche, especie de traspié o equilibrante pulso, descomenzar también (bajo las ruinas), subir, saber que lo esperado piensa y lo despierto sopla (de la noche) con una levedad mutante y atraviesa de súbito a su umbral serpiente el laberinto (de piedra entonces piedra abierta piedra).

*

O luz. Aprisa. La espiral. El ángel. Arrugado rumor que dora el hilo de un pasaje de piedra bajo las ruinas de la noche. Y el primer sueño de la nieve. Ir a tu encuentro por camino oscuro, recordar tal vez bajo tus pies el templo.
 

 

Coda

Si pudiera contar las astillas de cristal que duermen sus edades de lágrima en los ojos o soldar el calcio de la fractura más iridiscente del alma buscando en una gota de lluvia los signos que la memoria extravió. Decirte que navego, que hay lugares donde mis ojos son el vestigio soñoliento de otro exilio, que he buscado alzar mi copa hasta los cielos para celebrar a un dios de labios duros. Ahora que el dolor es un recuerdo, esa voz de arena de los ángeles que habitan los desiertos o las sábanas. Sólo tuvimos a bien ser siervos de un fatigado sol de manzanilla. Lo que pasa y lo que alumbra, abuela, el peso de una piedra entre las manos, la herida que nos hace transparentes.
 

Grandes Obras de 
El Toro de Barro

Clara Janés, "Huellas sobre una corteza". Col «Cuadernos del Mediterráneo»,. Carlos Morales Ed. Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2004.

 Clara Janés, "Huellas sobre una corteza".
Col «Cuadernos del Mediterráneo»,
Carlos Morales Ed., Ed. El Toro de Barro,
Tarancón de Cuenca 2004.
 Clara Janés, "Huellas sobre una corteza". Col Cuadernos del Mediterráneo. Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2004.

 









 









2 comentarios:

  1. Hermosa elegía para memorar al femenino ancestro...

    Un abrazo.
    LA

    ResponderEliminar
  2. Es muy hermoso, una muy bella manera de dejar salir lo que se siente en esa cascada de recuerdos.

    ResponderEliminar