martes, 4 de enero de 2011

Juan Ramón Mansilla, frontera entre generaciones...





Barcelona celebra con 
Juan Ramón Mansilla 
"una poesía en la frontera de las generaciones"

José Ángel Cilleruelo
(Publicado en El Balcón de enfrente)
 

Juan R. Mansillla lee  Una habitación en rojo.  en la Sala de Escritores del Ateneo. Barcelona no es una ciudad fácil para los actos de poesía, pero las dos primeras filas sin huecos y algunos solitarios dispersos por la sala proporcionan el calor suficiente para que un acto de poesía arda. Le presenta Carlos Morales, editor del Toro de Barro y, claro, de este volumen. Con su tono casi agónico, que hace temer al oyente que la siguiente palabra no llegará nunca a ser pronunciada y que sin embargo construye a la perfección oraciones de virtuosa complejidad sintáctica y reflexiva, Morales dijo de Mansilla que era un poeta que no había corrido a cobijarse bajo ningún paraguas (en verdad dijo cielo) protector de ninguna corriente, aunque había extraído enseñanzas de todas ellas. Mansilla nació en el 64 y no fue un escritor precoz (y aunque él luzca como emblema esta palabra, tampoco lo es «fugaz»). Su obra está en la frontera de generaciones, y ha buscado siempre respirar en ese engarce tan incómodo. Es posible que empezara a hacerse una idea de la escritura literaria en el cauce de la poesía de la experiencia, pero muy pronto se dio cuenta de que eso le condenaba a un estado epigonal antes incluso de empezar a escribir. No era tan joven, no obstante, como para incorporar tradiciones lejanas e irracionalismos con la naturalidad con que lo hizo la generación siguiente. Así, es cierto que en la tiniebla fue buscando su propio sendero, y este La habitación en rojo cuyos poemas ha leído en Barcelona es ya un fruto maduro de esta búsqueda.



Carlos Morales y Juan Ramón Mansilla

Mansilla, aunque es profesor, habla de la poesía con tono confesional. Como nos hablaría un amigo para consolarnos de una desgracia. En las inflexiones de la voz, cuyo amplio repertorio domina y explota, busca la complicidad, la proximidad, casi la intimidad. Así presentó sus poemas, y así también los leyó. No era un poeta quien declamaba, era un amigo el que nos abría las puertas de su corazón. El límite de esta actitud en un acto es peligroso, pero creo que cuajó bien porque el público, que venía con ganas de que el poeta le gustara, le arropó lo suficiente para que su tono confesional quedara justificado: allí todos parecíamos amigos contándonos la vida. Explicó sus poemas, aunque se lamentó de hacerlo, y tampoco está mal que lo hiciera. El germen autobiográfico de su escritura es evidente, y aunque no resulte necesario para la lectura, sí le añade un contexto a los versos que contribuye a intensificar la emoción poética. Con esa intención lo hizo Mansilla, y cumplió su objetivo.
Se dijo que sus poemas eran narrativos. Lo mencionó el presentador y algunos asistentes lo repitieron cuando se abrió el coloquio que enseguida derivó en tertulia. No creo que Mansilla sea, en este libro, un autor de poemas narrativos. Es cierto que toma muchos elementos de la poesía narrativa (como el que empieza “Esta es la historia de un poema...”), pero en otros el inicio es el de una conversación íntima (“Cariño...”) o cualquier otro motivo reconocible. Sí le gusta que el lector reconozca iconos de la poesía narrativa, al inicio, para que tenga la impresión de que se le va a contar una historia. Pero a medias porque huye de este modelo convencional en la poesía de la experiencia, y a medias porque la razón autobiográfica impone un tratamiento elíptico incompatible con la narración, el caso es que sus poemas tienden más al collage de discursos que al dominio de un único tono. Tras un inicio narrativo, el poema se desentiende de aportar los elementos necesarios para el desarrollo de una acción; tras una frase claramente coloquial, el poema emprende un lenguaje simbólico elaborado y complejo; tras un verso confesional, el poema cambia de registro y realiza una descripción behaviorista. Esta multitonalidad es sin duda lo que caracteriza mejor la escritura poética de Mansilla. Y en esta pluralidad o collage de tonos le es más fácil engastar pequeñas sentencias, que el presentador calificó como puñetazos al lector (de hecho no sé si llegó a pronunciar la palabra, pero dijo que son como... como... cerró el puño y lo lanzó hacia delante, sin pronunciar la palabra a los asistentes les quedó claro lo que Morales quería decir). Estas frases con rotundidad gnómica suelen contener el clímax del poema, y también un giro en su deriva semántica, lo que aumenta la sensación de violencia lectora, tanto por su carácter inmediato y directo —propio de las sentencias— como por su aparición imprevista.


Juan Ramón Mansilla

El activista cultural, antiguo poeta y renovado novelista Albert Tugues, entre el público, le preguntó por qué hablaba de la muerte en estos términos: “has perdido y a otra cosa”. Morales, poco antes, le había censurado que en un poema hiciera crujir un insecto al pisarlo. Mansilla explicó entonces que trataba de apartarse de lo sublime. La idea cuajó entre los asistentes y todos asentimos. Es cierto que Mansilla desliza gestos expresionistas con frecuencia. Nos dijo que su poesía quería ser sencilla, ser lo que era y nada más, y que huía de todo retoricismo. Como su obra está en la antípoda de la poesía naïf, no hemos de tomar demasiado en serio sus afirmaciones. Coloquialismos chocantes, a veces un poco violentos, aparecen en su poesía, también alguna que otra cucaracha que conviene pisar. No es una poesía de lo sublime, nadie lo afirmaría de modo tajante, pero sí destila una clara aspiración a lo sublime. El poema “Migraciones” es un claro ejemplo. Digámoslo así: el poeta escribe sobre cuanto le rodea, palabra y acciones, sin que lo sublime le acote lo que va a decir, pero una vez dicho, su aspiración, su utopía es superar el estadio del poema por una realidad de calidad suprema (sea la propia utopía del poema, presente en muchos textos, sea en la superación de las vicisitudes de la vida que están en el germen de algunos textos o sea en la culminación de la aventura del vivir, que es el amor, o mejor, una relación amorosa concreta y vivida). No es un poeta que retrate lo sublime, es cierto, pero tampoco es un autor que renuncie a lo sublime como aspiración biográfica y estética.
Como Mansilla fue discreto en la elección del número de poemas leídos, los asistentes acordaron pedirle que leyera otros textos que recordaban y el poeta no había leído. Y el público le pidió media docena de poemas que evocaban su propia lectura personal. Estas propuestas de los oyentes resultaron al cabo una lectura diferente del libro. Mansilla había preferido leer un tipo concreto de poemas, aquellos que tenían una ambición y una complejidad temática mayor, como el que abre el libro por ejemplo, pensando tal vez que interesarían más al público de Barcelona, acaso más exigente que en otras plazas; pero su público de Barcelona se había interesado sobre todo por los poemas más personales, más íntimos, con una presencia más abultado del sentim
iento que por más que se reitere jamás conseguirán que en sí mismo se convierta en un tópico, el amor. Ocurre en ocasiones este leve desplazamiento entre poeta y público. Felizmente, en la lectura de Mansilla, el público hizo rectificar al poeta.




Este texto ha sido editado en el blog El Balcón de enfrente, que dirige y amasa el poeta José Ángel Cilleruelo 

El lector puede disfrutar aquí, de una 
breve antología de Una Habitación en rojo.

  

domingo, 2 de enero de 2011

«La solución final: tldls smo», por Rafael Narbona


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LA SOLUCIÓN FINAL: TODOS SOMOS HIJOS DE EICHMANN


Cuando a finales de los ochenta, se procesó a Klaus Barbie, antiguo jefe de la GESTAPO en Lyon, sus abogados (un congoleño, un argelino y un francés de madre vietnamita) organizaron su defensa, intentando anular la distinción entre “crímenes de guerra” y “crímenes contra la humanidad”. Los primeros prescriben; los segundos, no.


Todas las naciones han perpetrado crímenes durante las guerras en que participaron. ¿Por qué se ha establecido un nuevo concepto jurídico para juzgar los casos de genocidio?  Nadie se ha planteado seriamente crear un tribunal internacional para juzgar a los aliados por el bombardeo de Dresde, Tokio o Berlín, pese a que murieron infinidad de civiles inocentes. ¿Significa esto que hay víctimas de primer y segundo orden? ¿Acaso la atención prestada al Holocausto no obedece a la condición de las víctimas? Si en vez de blancos y europeos hubieran sido negros y africanos, ¿seguiríamos hablando de los crímenes del nazismo? Los abogados de Klaus Barbie aseguraron que no. Esta línea de argumentación no impidió que el antiguo oficial de las SS fuera condenado a reclusión perpetua. Los revisionistas repitieron las tesis de la defensa, protestando por la supuesta tolerancia con los crímenes de los países democráticos.

Alain Finkielkraut publicó La memoria vana, con la pretensión de refutar estas objeciones. En este pequeño ensayo, afirmaba que se deben combatir los intentos de minimizar el horror de los campos de exterminio. Los “crímenes de guerra” se cometen contra adversarios políticos, a los que se tortura y asesina por sus actos. El que se opone a una dictadura o a una ocupación extranjera, no ignora los riesgos a los que se expone. Es un resistente y, si cae en manos de sus enemigos, asume su destino. Siempre cabe la opción de responder a la opresión con pasividad y conformismo. Los que se someten a un poder ilegítimo, renuncian a su libertad y a sus derechos a cambio de su vida. Sin embargo, las víctimas potenciales de los “crímenes contra la humanidad”, no pueden hacer nada, pues no se les persigue por lo que hacen, sino por lo que son. Se trata, por tanto, de delitos diferentes. Esto no quiere decir que haya escalas en la abominación. Los muertos de Berlín, Dresde o Tokio no son menos valiosos que los de Auschwitz, Ruanda o Sabra y Chatila, pero esto no significa que sean iguales. Aunque sean iguales en derechos, nunca serán iguales como víctimas. Conviene preservar esta distinción jurídica, pues tal vez no haya otra forma de evitar que se repita una utopía, donde la ignominia “ya no pertenece a la escala de lo humano, sino a la escala de lo que está más allá del hombre, a la altura del instrumento de laboratorio o de la maquinaria industrial” (Max Picard, Hitler in uns selbst). El espanto del régimen nazi no procede del abuso de poder, sino de la normalización del crimen a través de las leyes y las instituciones. Al convertir el delito en obligación cívica, la sociedad se transformó en una gigantesca máquina de triturar seres humanos.


Günter Anders utilizó argumentos parecidos en su carta abierta a Klaus Eichmann. Escrita en 1963, Anders se dirige al hijo del responsable de la mayor deportación de la historia, solidarizándose con su destino. Su linaje no es más horrible que el del resto de la humanidad. “Todos somos hijos de Eichmann”, afirma Anders. Todos descendemos del mismo origen. Todos somos hijos de la misma época, de la misma sociedad, de un mundo donde ha anidado lo “monstruoso”. Se ha utilizado muchas veces este término, pero de una forma polivalente e imprecisa. Esta ambigüedad no es casual. Lo monstruoso se resiste al concepto y a la definición. Su misma naturaleza explica esta peculiaridad. Es un término que sólo conviene a lo que escapa a la capacidad de representación del ser humano. Ése es el caso del Holocausto, que por su magnitud e idiosincrasia desborda cualquier forma de expresión. Cuando Eichmann organizaba la deportación de miles de judíos europeos, no era capaz de concebir el efecto final de una cadena de actos en la que él sólo era un eslabón más. Su eficacia garantizaba la continuidad del proceso, pero –en sí mismo- el proceso era irrepresentable. La producción industrial de cadáveres es inconcebible. Se puede participar en ella, pero no importa desde donde lo hagamos. Cerca o lejos, nunca podremos visualizar el conjunto ni su repercusión. Esto no significa que Eichmann ignorara lo que les esperaba a los deportados. Sólo quiere decir que, en el mundo actual, los efectos de nuestro trabajo se han vuelto incomprensibles, cuando sobrepasan un determinado umbral. Bajo el imperio de la técnica, el mundo se ha oscurecido y el hombre se ha convertido en siervo de una civilización incapaz de conmoverse ante seis millones de víctimas. Semejante enormidad sólo puede producir una abstracción ininteligible y ésta no inspira compasión.


Al igual que otros camaradas de partido, Himmler se consideraba un idealista. Detrás de sus terribles órdenes, que incluían el asesinato de niños y enfermos, flotaba el ideal de una humanidad feliz, sin divisiones ni lacras. Esa utopía justificaba la eliminación de todos los obstáculos que impidieran su cumplimiento. Nos cuesta trabajo aceptarlo, pero detrás de la furia homicida del nazismo se escondía la promesa de un mundo perfecto, “un mundo –por utilizar la expresión de Finkielkraut- maravillosamente simple”, sin espacio para la disidencia o la incertidumbre. Esta idea produjo uno de los mayores horrores de la historia, algo inaudito e impensable. Himmler, que fue uno de los promotores de este proyecto, toleraba con dificultad el espanto de las fosas repletas de cadáveres. No sabemos si padeció problemas de conciencia, pero la orden de fusilar a todo el que se apropiara de los bienes de las víctimas, sugiere que había algo en su interior que luchaba por preservar su noción del bien. Cuando hacia el final de la guerra, muestra algún signo de indulgencia, paralizando la deportación de algunos cientos de judíos, manifiesta su incapacidad para comprender la magnitud del Holocausto. El hombre que exaltaba el coraje de los SS, capaces de conservar la decencia en medio de una avalancha de cadáveres, cree que un gesto puede borrar la sangre derramada. Su forma de actuar podría interpretarse como cinismo, pero parece más probable la hipótesis de la ingenuidad y una estupidez teñida de malicia. La maquinaria de los campos de exterminio ha arrojado una cifra tan desmesurada de víctimas que todo lo sucedido parece irreal. Esos cuerpos con una fina capa de piel adherida al hueso, ¿proceden de una humanidad escarnecida o de un cuento inverosímil? ¿Acaso no parecen espantapájaros, muñecos hechos de tela y alambre? A primera vista, la reacción de Himmler puede parecer infantil, pero si la observamos con más detenimiento, advertiremos la misma obscenidad que se repite en Eichmann. Ambos hicieron “todo lo posible para alejar el peligro que representa la intrusión fisiológica de la moral en la realización de su programa”.

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Eichmann se refugió en las asépticas paredes de un despacho, limitándose a realizar informes y a fijar horarios e itinerarios. Las pocas veces que estuvo cerca de la sangre y los cuerpos calcinados, comprobó que su estómago no soportaba el espectáculo. Lo cierto es que, ante la extrema deshumanización del Lager, no existían reacciones adecuadas. Sólo estupor y desconcierto, sentimientos que, por lo general, se traducían en una pasmosa inactividad. Lo inconmensurable no puede suscitar emociones apropiadas. No se puede compadecer a una multitud. Conviene descartar, por otro lado, la idea de que el número de víctimas es una cifra cerrada. Klaus Eichmann es “el número seis millones uno”. Tampoco él cierra la cuenta. El proceso no ha terminado. La máquina de destruir seres humanos continúa funcionando. Nadie se ocupó de pararla. Está ahí, engullendo a una humanidad que se ha convertido en su alimento. El mundo actual no cesa de devorar a sus hijos, suprimiendo aquellos fragmentos de realidad que se revelan inservibles para su lógica inhumana. Todo lo que no se pliega a la “co-maquinización” está de más. La movilización total exigida por Jünger responde a esta filosofía. El hombre del futuro es el trabajador, una figura donde se ha eliminado cualquier forma de individuación. La dignidad del obrero metalúrgico o del soldado reside en su condición de tipos. La idea de comunidad justifica la condena del individualismo. El anonimato del campo de batalla o de la cadena de montaje expresa el destino de una época. La excelencia no está asociada a la pervivencia de nuestro nombre, sino a las hazañas colectivas que protagoniza una masa indiferenciada.


El “totalitarismo técnico” implica una idea de humanidad, donde cada hombre sólo es una “pieza mecánica” de una gigantesca maquinaria. El tercer Reich apenas fue un “experimento provinciano”, un “ensayo general” que fracasó en su intento de institucionalizar el imperio de las máquinas. Todos somos víctimas de este fenómeno, pero a todos nos corresponde actuar como resistentes, esforzándonos en “rehumanizar” el mundo. Anders invita a Klaus Eichmann a participar en esta tarea. Nadie cuestiona su ausencia de culpa. No puede ser acusado de los crímenes de su padre, pero su inocencia exige que repudie a su progenitor. La deslealtad es virtud cuando las obligaciones filiales están referidas a un criminal. Ese acto es necesario para atenuar el horror de una matanza inconcebible. El Holocausto no es insoportable tan sólo porque haya sucedido, sino porque “el hecho de que una vez haya sido posible algo así es ya imborrable y se perpetúa como una posibilidad irrevocable”. El gesto de rechazar a un padre genocida tiene un enorme valor. Un paso de esta naturaleza mejoraría las expectativas de futuro, abriendo un horizonte más esperanzador. Al romper con su origen, Klaus recuperaría su dignidad y se ganaría el respeto de todos. “El día que supiéramos que hay un Eichmann menos, ese día no sería para nosotros un día cualquiera. Pues ‘un Eichmann menos’ no significaría para nosotros un hombre menos, sino un ser humano más”.


El hecho de que Eichmann no albergara sentimientos antisemitas no atenúa su culpa, sino que la agrava, pues revela la esencia de un poder ejercido indistintamente sobre judíos y gentiles. Esta ausencia de prejuicios corrobora las tesis de Hannah Arendt. El nazismo no es una rama del totalitarismo, sino la expresión más acabada de la esencia del poder. La necesidad de criminalizar a una parte de la población responde a la necesidad de manifestar la fuerza del Estado. La abominación de los judíos es un viejo prejuicio cristiano que reunía las condiciones ideales para evidenciar la impotencia del individuo frente al poder instituido. Los hornos crematorios tienen la elocuencia de las ejecuciones públicas de la Europa medieval. La carne maltratada de los reos recuerda la existencia de un poder sin otro horizonte que perpetuar su dominio. La biotecnología de los campos no es ingeniera genética, sino una política total que se ejerce sobre el cuerpo y el espíritu. Al igual que Kertész o Jean Améry, Anders, que no ha vivido la experiencia de la deportación, considera que Auschwitz no se debe interpretar como la última estación de la infamia humana. Auschwitz no es el producto de una sociopatía colectiva, sino el síntoma más revelador del estado de nuestra cultura. Eichmann intentó disculpar sus crímenes, invocando la obediencia debida. Si en vez de ser funcionario del gobierno nazi, hubiera pertenecido a la Administración de un país democrático, su gestión habría sido perfectamente normal. El destino muchas veces se disfraza de signo político y él no tuvo la suerte de ejercer su trabajo en un estado de derecho. El problema, nos dice Anders, es que el totalitarismo no acabó con Hitler o Mussolini. Bajo otras formas, sigue impulsando el curso de la historia y todos le servimos con la fidelidad y buena conciencia que acompañó a Eichmann durante sus años al servicio del Reich. La sombra de Auschwitz aún sigue entenebreciendo nuestro presente y podría malograr nuestro porvenir.



ANDERS, G., Nosotros, los hijos de Eichmann: Carta abierta a Klaus Eichmann. Traducción de Vicente Gómez Ibáñez. Paidós, Barcelona, 2001.


RAFAEL NARBONA
Todas las colaboraciones de Rafael Narbona como crítico literario de El Cultural de El MUNDO en: http://www.elcultural.es
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