Los labios de las cosas
David Escobar Galindo
(El Salvador)
David Escobar Galindo
(El Salvador)
Las palabras
No me atrevo a mover ni siquiera con una cauta pluma
La ceniza que crece detrás de las palabras;
Es visible y palpable,
Como una ramazón ante el crepúsculo,
Como un grupo de niños que se bañan
En el río que hierve de soledad antigua; apenas me figuro
Mi mano ―equidistante de la pasión y el diccionario— alzada
Señalando un lugar, una nube en el fondo
De los techos intactos, con el hollín de siempre,
Y las casas de ayer con las gentes de ayer,
Y el ayer con sus flores pueriles y sagradas,
Entrando en el color de las semillas que perfuman,
Saliendo como polvo de colchas sacudidas,
Por puertas y ventanas.
Aparte, la aventura de este minuto en que hablo,
Porque mientras están ardiendo las palabras
Su otro yo ―esa ceniza— no tiene más poder que el de un espejo,
Y es como la otra cara inmóvil de una música,
Es como mantener tras un velo incorrupto la otra cara;
Sólo que en la tensión de decir, de explicar,
De conservar en alto la justificativa resistencia,
Se pierde tanto aroma, tanta vida, tanto fuego de magia,
Tanto beso en los labios de las cosas:
Uno trabaja, sufre, pasa sin ver el aire,
Huye a cámara lenta,
Se refugia en sonrisas, en miradas,
Con tal de no mover esa ceniza interna,
Ese colchón de fantasía ingrávida,
Porque quizás es como la nitroglicerina:
Que se toca y estalla.
Vidrios, años, rencores,
Sensaciones oscuras como el olor de aquellas semillas
/de los bálsamos,
Como el incendio sordo de las tierras que van
A sembrarse, y la gruesa claridad de la lluvia sin relámpagos,
Aflictiva y quemada.
Casi extiendo la mano para rozar mi fondo de conciencia.
Huyo, olvidado, por donde vine. Y no
Muevo ni un solo músculo: qué alegría de mundo
En que lo más intenso se disfraza,
En que uno nace, ríe, se enamora, pregunta,
Y habla constantemente
Para evitar que tome fuerza de idioma vivo
La ceniza que crece detrás de las palabras.
Es así como imperan en el aire del tiempo
Las aves solitarias.
(De El despertar del viento, Ediciones El Toro de Barro, 1972)
Conocimiento del paisaje
De miel espesa, antigua, es la piel de tus hombros,
Imagen firme, humana, de mujer envolvente,
Toda aroma quizá como leche espumosa,
Toda sabor quizá como azúcar sin miedo.
Leve sudor de fruta sobre un muro pensado,
Fruta de madurez perdida en el zodíaco,
Todo brillo quizá como intensa naranja,
Toda aliento quizá como pan inminente.
Y yo el sediento, hambriento, saliendo de la sombra.
El caballero de Magritte
Caminaba por calles
donde la luz se demoraba mucho, quizás contando gajos de San Carlos.
Eran esos lugares apacibles,
de inmóviles señoras a las puertas
y costureras en un fondo de humo.
Yo no nací para las avenidas
-hago una salvedad: Campos Elíseos-,
sino para los quietos callejones,
para los caminitos con recodos.
¡Es una ceremonia tan magnánima
la de admirar antiguos adoquines,
con ojos inocentes que nos siguen
desde el gastado albor de los encajes!
A la par de las verjas,
los pequeños jardines eran reinos
donde una rosa siempre gobernaba.
Una rosa distinta cada día:
la de ayer más fragante,
la de hoy más empinada,
la de mañana casi con luz propia,
la de después con tiernas telarañas.
Era tan dulce el aire
como si hubiera hecho la siesta
junto a la dulcería «Las Gardenias»;
y yo, cuidándome de no ser visto,
cortaba un ramo de aire,
y lo iba saboreando hasta el cansancio,
con la perseverancia del profeta.
Alguna vez,
las calles se llenaban de lluvia:
era como si todas las cortinas
se rebelaran tras de sus balcones,
con un murmullo alegre y recatado,
que le daba al ambiente
esa ternura de filial crepúsculo.
No sé por qué la lluvia
siempre me sorprendió cuando la tarde
ya no tenía apenas resplandores.
Era una lluvia viva, desde luego.
Una lluvia caliente y vaporosa.
La lluvia que sonaba entre los árboles
como la antigua y auroral marimba,
tocada por ancianos.
Me enseñaron las calles
la paciencia del río cotidiano,
la claridad humilde del remanso
que refleja una garza imaginaria.
Supe después la fuerza de los ríos,
brilló después, se fue volviendo espacio
donde ya era posible inventar una estrella.
Pero nunca dejé de caminar
por las calles tranquilas, suburbanas,
igual que el enlutado personaje de Magritte,
sin edad, siempre de espaldas.
Quizás los muros se descascaraban,
quizás las puertas eran más herméticas.
Yo siempre caminaba por las calles
donde la luz se demoraba mucho,
donde la vida era el indescifrado,
sereno laberinto.
Nunca dejé de andar por esas calles,
porque sé que una de ellas desemboca
en la Plaza del sueño.
Tren de la noche
el tren abajo, en los cañaverales,
como una larga serie de pañuelos llorados;
y su llamar se junta al fuego de los perros,
sofocando las luces pequeñas y amarillas,
llamándonos, llamándonos,
porque nosotros, madre, nos iremos en él,
con la canasta virgen y la hermanita enferma
y un envoltorio de pañales
como dormidas mariposas,
y el tren no espera, no, no espera nunca,
y por eso corremos entre el polvo nocturno
como fieles y nítidas luciérnagas...
El lector puede contemplar en este espacio una Biografía del escritor salvadoreño David Escobar Galindo, uno de los escritores más celebrados de El toro de Barro en los tiempos de su fundador, Carlos de la Rica; puede también disfrutar de una Breve antología poética o interesarse por los libros publicados por este autor en los talleres de El Toro de Barro.
Los labios de las cosas, donde las palabras y el paisaje (también, sobre todo, el del cuerpo) se dan cita. Donde cobra vida la pintura, donde puede oirse el sibido de la melancolía de cualquier tren nocturno.
ResponderEliminarFelicitaciones al poeta y al editor.