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Guido Cagnacci, Noè ebbro, |
El maR
Antonio, no vayas hacia dentro, entra en el agua,
que por la inquieta onda se va al mar;
toca todos los ríos, viste con todos los paisajes
y en las aldeas deja ese jirón de tierra que te arrastra:
Detrás quedarán los puentes y los árboles,
e impávidos los volcanes seguirán repitiéndose en las alturas.
El mar se abate cerca con su guerra.
Yo lo recuerdo ahora, al viejo anciano,
al musculoso mar por cuyo rostro jamás dejó el tiempo su fatal
[mordisco.
Al mar que golpeando las escarpadas rocas con sus manos
playas de arena roza y golfos, y ensenadas
que seduce y achica de las peñas.
Antes era la noche, el caos, pero Dios lo hizo todo con su boca;
cantó Dios, hizo el relámpago, la minúscula araña;
también el pez que habitó la cálida hoguera del mar,
Antonio.
Los pájaros, la serpiente, el fondo donde descansan hoy los fabulosos
[tesoros de los barcos,
toda la transparencia del mundo la hizo Dios,
el mar incluso, y lo vistió de azul.
Casi un grito rotundo, sonoro, es
el mar;
por su cara resbalan los ríos, la lluvia, la lava hirviente
que transforma,
los rojos corales que hacen señas desde dentro.
Y yo le palpo con mis palmas; acaso sea también un mar
y Dios así lo permite.
Yo vi llegar las aguas todas del amplio Océano,
a los puertos salí de Europa por vocear mi rara mercancía
y en las bodegas de los barcos recosté tus espaldas, marinero.
Soy como el mar, Antonio, y como el mar
he soplado en las costas de Francia y de Inglaterra.
Ah marineros, veo que el mar se curva ahora y que en sus lomos
la nave surca y llega a las tierras de América. Marinero,
Antonio: la arrugada Cerdeña y la antigua Caribdis se alborotan de rabia,
el mar nieva con su espuma
y el arroz brota como una caricia en el lodo de China.
Helena es la hija del mar; Dios azotó las ondas de los mares,
paseó su viento por encima del agua; sus manos de gracia han conmovido
al África con sus lagos y pirámides.
Antes sólo Dios paseaba su túnica. Pero un día
lucieron sus cristales al contacto del fuego. Y luego la
extensión difícil,
el cuerpo gigantesco con cuyo contaco la tierra brilla y se cubre
de verdor.
Antonio, sólo Dios pudo hacer el mar
y lo hizo de la nada.
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Carmelo Blazquez |
No subas los puertos, mar; Dios te puso una cerca
y te prohibió manchar de barro los preciosos montes de España.
Vueltas da la tierra en torno y un otoño arranca las semillas de la luna.
Australia, un continente casi, América y Europa,
millares de islas tal estrellas, como Helena, son hijas del mar.
Y yo, otro mar, permanezco y canto con mi espuma.
Lo llamaron Mare Nostrum, y Roma con su estola
rizó sus aguas en el norte de África.
¿Quién eres, mar?
¿Quién eres tú, Antonio, al asomarte a la playa
y sumergir despacio los pies y ojos en la noche?
Patria mía, España; digo mar, ciudades marineras,
que asomáis las manos y navegáis eternamente por el manto de Océano.
Voy sembrando, yo, otro mar, mi espiga de oro en los surcos que deja
el arado del barco romano.
Como la copa de un árbol se cimbrea el mar.
Antonio extrajo piedras de abajo, guirnaldas,
machacó corales, raíces, sopló su fragua el viento.
Vi cómo un volcán palpaba la blancura de las olas,
las lanzaba, y un remolino,
hirió la espesa selva de abajo.
Aquí todo es rigor, el taco no descansa, terrestres
animales huyen, sólo peces deseo, vasijas con que poder raptar el mar.
¡Oh, si Dios repitiera el milagro!
El recinto suyo, el tuyo, Antonio, resultaría más grande.
¡Ay!, marinero, Antonio, el mar persiste.
Acaso vea la lámpara que enciende Dios en su vuelo,
los faros que en el cabo ponen los hombres como un destino,
la proa hiriente que abre su paso con una máscara.
Todo lo veo en el mar de Cataluña, en la orilla alargada y dorada
[de levante,
y un rumor como de algas y de sales sube despacio hasta rozar
[mi garganta...
Llegan los conquistadores, los que detrás dejaron las escarpadas rocas,
los que del Egeo sus cabellos trajeran un día para después
[tornarlos a su templo;
el cetro lo empuña España y un puente alcanza
la extraña tierra, y de sus ríos agua les lleva con que
mezclar el origen bellísimo de los hombres rojos de América.
Los cascos cubiertos de cuernos, los ciervos salvajes de Islandia,
los hijos del Norte han sacudido asombrados su cabeza
y mil pájaros sobre los bosques giran despacio.
La mano airada del Océano amansa, y como una pluma
sopla suave las naves que llevaran la Gloria.
Antonio, hombre, marinero, desde esta playa
el mar océano es para nosotros la Gloria. Quizás los buitres
caigan del cielo. Dios nos dio el mar y esto nos basta.
Peces negros y hambrientos, formas oscuras
por entre las olas pululan, Legión se llaman
y azota el hombre con piedras su morada.
Yo soy un marinero, calcé mis sandalias de algas,
y la costa acaricié con mis dedos. Sorprendí la aurora
de múltiples colores, me llamo Antonio
y tú estabas conmigo y también conmigo cantabas.
¡Ah, pescador!, ¡quién como tú que alojas en tus cuencas al mar!,
¡quién como tú para apresarlo entre las redes!
¡Soy un pescador! El mar también,
y como el mar, tengo mis barcos.
Y como el mar, respiro y ando y toco la orilla de Europa.
Y como el mar seré por siempre.
Quise que Dios me hiciera como la esponja,
con pieles bien distintas, cubierto quise estar
y túmulos con las olas gigantescas levanté a los hombres y los seres; entonces comprendí, y un águila vino a mi frente y la ciñó de aire.
Aire, mar, Antonio, de un tamaño infinito
que hoy regala Dios con las olas a mi cuerpo.
Soy un mar, el mar, Antonio. Lo repito.
Y como el mar seré por siempre.
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