Carlos Morales
Josué
Dime, Josué, qué te sirvió la arena del desierto?
De qué te sirvieron las largas noches en vela
frente al fuego, contemplando las ánforas vacías
de tu vida, sin agua en que limpiar
las sales cenagosas de tus labios?
Debiste pensarlo mejor.
Recuerdo bien, Josué, mi torpe amigo viejo,
el brillo de tus ojos
cuando al tercer día bajaron de los montes
los jóvenes muchachos que enviaste a la ciudad
y dejaron caer sobre tu alfombra
el rumor interminable de sus huertos
y la rama de oloroso terebinto que traían para ti
como un puñal dorado colgada en la cintura
de sus iluminaciones.
Era tanto el ardor, Josué, tan larga fue la seca travesía?
Todo lo olvidaste.
Y ya no te fueron suficientes
las aguas desbordadas del Jordán
que tus piernas cansadas rozaban con sus cantos:
era demasiada la pasión
que los vientos del este abandonaron
en las cuevas donde yacen las leonas
que te dieron de beber:
querías entero el mar,
para arrojarte a él, para flotar en él,
para hundir en él tus crisantemos rojos...
Y miraste la noche,
porque querías tan sólo que la noche
cubriera tu estupor y te entregara
el secreto de la música en su blusa
para encerrarla luego
en las trompetas, en las cuernas de millones de carneros...
Debiste pensarlo mejor:
yo te recuerdo, Josué, mi pequeño amigo tonto,
levantando tus brazos desnudos hacia el cielo
y ordenando a los ángeles caer
sobre las sólidas murallas de la ciudad que amaste...
¿Y todo para qué?
Ganaste una ciudad,
mas lo que viste tras los muros derribados
no eran los fresquísimos jardines de su corazón
sino un río devastado a los pies de tu corcel,
una túnica en el barro,
y el enorme y vacío rumor de tu silencio….